31 agosto 2009

Desensibilización




Cuando tenía 14 años mis amigos me dieron una fiesta de cumpleaños sorpresa. Los más cercanos, incluso, localizaron a los que vivían fuera de la ciudad y firmaron una tregua, a pesar de que, entre sí, apenas podían soportarse. A veces fantaseaba con la sádica idea de que si los reunía a todos en una misma habitación, se crearía alguna perturbación espacio-temporal y los electrodomésticos empezarían a fallar, se fundirían las luces o los aviones caerían irremisiblemente del cielo. Pero nada de eso pasó. Nada explotó, ni siquiera el entusiasmo o la alegría. Permanecí durante toda la tarde en un estado de incomoda impasibilidad emocional, que destacaba penosamente como un cartel de neón al que le faltaban sus caracteres centrales. Nadie podía entenderlo.

Años después, en la universidad, experimenté una respuesta parecida cuando me enamoré de un compañero de clase. Después de meses de flirteos, insomnios agridulces y ataques de margaritas neuróticas, me besó. Habíamos salido de la cafetería y comenzaba a llover, muy débilmente al principio y torrencialmente después. Corríamos bajo los árboles intentando guarecernos torpemente de la lluvia y, tras un mal paso, se resbaló y me arrastró hacia el suelo con él. Entonces ocurrió. No sentí nada. Mis labios y mi lengua respondieron mecánica y desapasionadamente. No se cuanto tiempo permanecimos allí, pero la humedad y el frío se colaron dentro de mi piel, mi cuerpo se puso rígido y comencé a tiritar violentamente. Para tranquilizarlo, le dije que era termosensible, y bromeé con el hecho de que estaba aún lejos de sufrir un ataque de hipotermia. Me creyó.

La última vez, fue hace exactamente cinco meses. A pesar de que la noticia me había caído como una bomba, me recuperé sorprendentemente bien: mi mejor amigo se trasladaba al otro lado del mundo. El billete destino Sydney descansaba sobre uno de los asientos del aeropuerto, mientras yo recordaba una cita de El show de Truman “está tan lejos que si te pasas, ya vuelves”. Él miraba hacia el suelo y comenzaba frases que no podía terminar. Llegó el momento de embarcar y, con el bolso sobre los hombros, reprimió un intento de abrazo que deflectó en un golpe cariñoso sobre los hombros. Entonces me miró con los ojos más desarmantemente vidriosos que había visto en mi vida y lo único que fui capaz de sentir fue culpabilidad, inadecuación y vergüenza. Le vi marchar, como muchas otras veces, y ninguna señal, por muy evidente que fuera, me hizo pensar que pasarían meses, puede que años, antes de volver a encontrarmelo de nuevo.

Aquella noche, viendo un documental sobre el cambio climático, me sentí profundamente conmovida ante la imagen de un iceberg. Tanto fue así, que sin saber cómo ni por qué, comencé a llorar. Y de entre la amarga colección de imágenes que circularon por mi mente, hubo una que no fui capaz de desechar. Mis emociones más fuertes e intensas, esas que dan miedo de verdad, son como un enorme iceberg. Permanecen ocultas, reprimidas, dolorosamente autoconscientes, de forma que sólo sale a la superficie una pequeñísima e inapreciable parte de todo lo que hay debajo. La más ajena, la más superficial, la más fría...



Y aquí comienza mi ciclo "Mecanismos de defensa" ;)

19 agosto 2009

Lies



Recuerdo el día en el que comencé a mentir. Estaba en el patio del colegio y, tras un breve forcejeo, empujé a Melissa Olsen del columpio. Se abrió la rodilla. Le dieron 17 puntos. Mientras la cosían, yo juraba y perjuraba que había sido un accidente. Me creyeron. Entonces descubrí con malévola complacencia, que cada uno de los puntos sobre la rodilla de Melissa había sido un paso hacía un camino nuevo: excitante, imprevisible, con un punto peligroso, como subirse a una atracción sin haberse puesto el cinturón o bajado la barra de seguridad. Desde aquel momento, aquel camino se convirtió en el único posible y mi vida se fragmentó en piezas que fui repartiendo, como pequeños espejos deformados de mi misma. Cada día tenía que recordar quien poseía cada uno de ellos y evitar que dos piezas opuestas o contradictorias se mezclasen. Era un trabajo arduo. Agotador, incluso. Mi memoria y mi instinto se agudizaron. Aprendí a estar alerta. Me sentía a salvo. Nadie podía verme porque nadie conseguiría reunir todos aquellos fragmentos al mismo tiempo. Sin embargo, también comencé a dispersarme. Parecía como si alguien fuera soplando lentamente sobre un diente de león. Cada una de las partes de esa flor serían siempre objetos de paso, irreconciliables, desubicados, ajenos los unos de los otros, incluso a pesar de si mismos. No conocía a la mujer a la que los demás estrechaban la mano, ni a la que apodaban con nombres absurdamente cariñosos, ni a la que jadeaba montada sobre algún amante ocasional.
“No te creas sus mentiras” escribe Leonard, el protagonista de la película Memento, en la que siempre será mi escena favorita y más odiada, al mismo tiempo. Lo hace para librarse de la única certeza que hay en su vida. Sin embargo, él tenía un pasado, un amor y una autoimagen que preservar. A diferencia de Leonard, yo me aleje de todas mis certezas en un patio de colegio hace muchos años...




02 agosto 2009

Craving



En ocasiones, media hora antes de cenar, te entra un hambre apremiante, incontenible. Eres consciente de que ese súbito ataque de gula posiblemente arruine tu apetito, pero cedes ante el “autosaboteo nutricional” que se te impone desde dentro. No puedes ni quieres esperar. Necesitas chucherías, chocolate, cualquier cosa que sea etiquetada como “peligrosamente azucarada”. Un tentempié se convierte por arte de magia en la súbita reformulación de tu entidad. Incomplet@, rastreas la cocina con desesperación de leona herida, hasta que encuentras una presa. Caes en la cuenta de que este hambre es un hambre diferente en el momento en el que el primer bocado aplaca levemente la urgencia. Tampoco la comida sabe exactamente igual. Parece alterada, extrañamente manipulada, como si tu paladar y su composición apenas se tocaran y viajaran en direcciones distintas. Acabado "el festín", observas tu mano vacía como si fuera capaz de revelarte la clave para resolver un misterio, pero lo único que parecer decir, con cierto descaro burlón, es “¿y esto era todo?”.

01 agosto 2009

Mercurio



Rodar debajo de las camas
y caminar de puntillas
sobre las barandillas de los puentes
es la ilusión
de tu mano y la mía
sombras chinescas
inundan los balcones abiertos
No hay cristales
todos pueden trazarlas después con su dedo índice
eje rescatado del ángulo
de alguna cuna

Salto
con el tiempo en un bolsillo
previamente agujereado
va cayendo
como pequeñas monedas devaluadas
llega al suelo antes que yo
El pasado es metálico, no de lluvia
Si lo tocas demasiado,
puede mancharte las yemas
y los labios

El pasado es metálico...

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