20 noviembre 2009

Espaldas como muros



¿Dónde estaba yo cuando cayó el muro de Berlín? Mi memoria histórica registra los acontecimientos en fotogramas, nunca en secuencias. Los fotogramas se transforman en cadenas sinestésicas y, de repente, una canción en la radio o un tarro de mermelada, me trasladan a Berlín. Casualmente, muchos de mis caminos partieron de allí, porque ese 9 de noviembre, a 4000 km de distancia, también cayó mi muro.

¿Han odio hablar de esas grandes cantidades de excedentes de las plantaciones que se pudren y nadie aprovecha? Así había sido mi vida amorosa: una enorme cosecha desperdiciada. Y todo porque quince años atras me habían roto el corazón.
Durante todo ese tiempo, más que vacío, me sentía anestesiado. Casi podía observar mi vida y todo lo que formaba parte de ella a cámara lenta y con subtítulos, como si fuera una maldita película muda.

Cuando le conocí, yo era un matemático de mediana edad y él tan sólo un universitario. Bajé mis defensas, porque todo parecía tan predeterminado como una buena canción pop corta. Por mucho que quieras estirarla, incluso aunque la escuches varias veces seguidas, resulta agridulce porque no puedes evitar su precipitado final. Pero alguien pulsó la techa de pause y comencé a redimensionar mi vida, a recolocarla a través de todo lo que él me lanzaba, como los radares y los murciélagos. De repente, todo eran ecos de su cuerpo, su ropa, su nombre, su maleabilidad. Fue como vivir una segunda adolescencia. Sentía una acuciante y dolorosa mezcla de deseo y ternura, de ganas de arrancarle la ropa y acunarlo al mismo tiempo; y tuve que atarme la lengua y los brazos, como si yo mismo me hubiera colocado una camisa de fuerza.

Pronto comenzó la furia. Tenía el ansia de un quinceañero y la carga de la frustración de mis 40 años. De repente, era otro Eduardo con tijeras en lugar de manos que se muere por tocar, así que comencé a pegar, a veces indiscriminadamente. Provocaba a tipos indeseables o me iba a locales en los que antes no habría entrado ni muerto, y llegaba a casa amoratado y cubierto de sangre. Prefería sentir la resaca de ese otro dolor por la mañana siguiente. Dos culpas distintas buscan diferentes castigos y a veces se anulan la una a la otra. Sin embargo, por primera vez en muchos años, no me sentía anestesiado, al contrario. Me encontraba tan hiperactivo que no podía dormir, sólo quería gritar. Gritar, golpear y follar. Me aparecía una buena combinación.

Ese 9 de noviembre tenía el cuerpo tan machacado que mis dos únicas posibles opciones eran urgencias o emborracharme. Cara o cruz. Desde un pub en el que solía espiarle, lancé una moneda al aire y antes de poder comprobar mi destino, note un muro de calidez contra mi espalda y un par de brazos cruzando mi pecho. Instantaneamente, mi cuerpo se relajó y mutó, cambió de forma como si de repente hubiera pasado de sólido a líquido. En ese instante, cayeron al suelo todas mis defensas como pequeñas matrioskas y las vi romperse, una a una. Recordé muchos, demasiados años de exilio de las yemas de los dedos, de alfileres imantadas, de desmembración, y mis ojos se llenaron de lágrimas. “¿Por qué has tardado tanto?” le dije o me dije. No me respondió. Se había cerrado la navaja de Ockham. Finalmente, podía volver a tocar y ser tocado, transversalmente, como se toca la raíz o la música. Y a partir de ahí, fotogramas...

04 noviembre 2009

Introyección (second and last part)



Veinte años después, otra lluvia igual de intensa preconizó la audición más importante de su vida. Con la guitarra en la mano izquierda y los dedos cruzados en la derecha, Jim entró tímidamente en el hall y ocupó su asiento cerca de una espectacular sosías de la cantante Nico. Un saludo incomodo los escudó el uno del otro. El cuerpo del joven temblaba visiblemente, mientras intentaba concentrar su atención en el poderoso contraste cromático entre la guitarra blanca y el abrigo rojo de la abstraída cantante. Su objetivo era liberar de su mente el terrorífico pensamiento que más que un mantra supondría una invocación: “¡por favor, por favor, no aparezcas!”.

Una apática voz llamó a la rubia germánica y el espacio vacío pareció engullirle de repente. Inconscientemente, James se llevó la mano a su hombro izquierdo, como intentando acariciar la cicatriz que había debajo. Doce años atrás, justo cuando estaba a punto de conseguir el tanto definitivo en su mejor partido de baloncesto, el hombrecillo de verde se le apareció sentado en la canasta gritando con su sempiterna voz chillona “¡no lo conseguirás!”. A consecuencia del susto, cayó al suelo, arrastrándo a dos de sus compañeros con él. Desde entonces, su hombro había limitado muchos de sus movimientos. De 360º a 180º. A Jim siempre le había parecido irónico lesionarse la articulación más flexible.
Mientras abrazaba nerviosamente su vieja fender acoustic y repasaba su repertorio, notó un familiar y aterrador olor, mezcla de incienso, acre y nicotina. Un humo verde le cegó los ojos. Había vuelto.

- No puedes dejarme en paz ni por una sola vez, ¿verdad?- espeto James amargamente
- Ni siquiera tú eres tan ingenuo como para creer que voy a perderme este momento, Jimmy

Odiaba escucharle pronunciar su nombre con aquella falsa amabilidad excesiva. Parecía un profesor sin escrúpulos que intenta humillar al niño más débil de la clase.

- Me han seleccionado. Les gusto y tengo posibilidades. Ni siquiera tú puedes cambiar eso
- Pero aún no estás dentro de la banda. Y en tu interior sabes que ese honor te queda grande- los aros de humo que escapaban de la boca del hombrecillo parecieron expandirse hasta ocupar toda la habitación
- ¡Te equivocas! ¡Llevo años preparándome, puedo hacerlo!- contraatacó el joven
- No puedes, ningún Rygalski puede hacer nada extraordinario. Eres presa de la maldición y también tus futuros retoños... si algún día los tienes
Jim le taladró los ojos con asco infinito
- ¿Recuerdas a Evie? Ella pudo haber sido la elegida...
- ¡Tú te encargaste de que no lo fuera, cabrón!
- Che, che, Jimmy, esa agresividad no te va. Tú siempre has sido un buen chico. Tan bueno, que ni siquiera te la... - un gesto obsceno acabó la frase
- ¿Pretendías que lo hiciera estando tu delante? ¡Cada vez que aparecías estando con ella, yo...!- James sentía palpitar dolorosamente sus sienes. El hombrecillo dio una calada que pareció interminable a su pipa antes de proseguir
- Tranquilo, semental. Sé que no has tenido problemas de rendimiento con otras. Pero tú no querías simplemente follártela, Jimmy. La amabas y no estabas dispuesto a convertir vuestro binomio en un triángulo. Querías protegerla de mi. Es una lástima que ella no fuera tan comprensiva...
- Es cierto, tienes el puto don de la oportunidad, felicidades. Pero esta vez no, ahora todo es distinto
- ¡No me digas! ¿Qué ha cambiado, perdedor?- pronunció con sorna
- Yo... sé cómo acabar contigo
- ¿Qué vas a hacer? ¿aporrearme?¿armar un escándalo delante de tus potenciales compañeros?¿dañarte los deditos?
- No- James sintió el irresistible impulso de estrangularlo con las cuerdas de su guitarra
- ¿Qué crees que puedes hacer que no hayan intentado otros antes que tú?
- Cada vez es distinta. No tengo nada que ver con lo que hayan vivido mis padres, mis abuelos o mis tatarabuelos. Para ellos eras real, pero para mi eres un fantasma
- ¿Ah, si? ¿No has tenido suficientes pruebas de mi existencia?
- He tenido pruebas para varias vidas
- Sin embargo, sigues si contestarme. ¡Venga, suéltalo, Jimmy! ¿Qué carajo hay de especial en ti?
- Las únicas veces que tu odiosa voz de pito no puede alcanzarme es cuando canto o compongo. No hay nada que puedas decir o hacer para sabotear esos momentos. Es por eso que creo que mi temprana vocación no es por casualidad
- ¿Ah, no? ¿Y por qué místico designio quieres jugar a los cantantes?
- ¡Canto para romper la maldición, para que mi voz ahogue la tuya y desaparezcas, maldito hijo de puta!
- ¿James Rygalski?- pronunció una tercera voz apática ahora notablemente extrañada
- Sí, soy yo- El joven se preguntó acongojado si aquel hombre esmirriado de pelo largo le habría escuchado hablar solo
- ¿Estás listo?

Jim miró desafiante al hombrecillo verde, cogió su guitarra y pronunció alto y claro: “Sí, lo estoy”. La puerta se cerró, dejando tras de sí un nube indefinida de rabioso humo verde.



"... Soy el ser que no fue, lo que no pudo, la olvidada, desdeñada semilla,
pero existo.
Dentro
tengo un sauce inclinado que me llora.
Un niño triste me llama, sin nombrarme.
Me doy cuenta,
me doy cuenta, yo existo.
Mañana espero despertar, cantando..."

Matilde Alba Swann

03 noviembre 2009

Introyección



Además del cabello negro, los ojos grises y una marcada tendencia al “dramatismo siciliano”, los Rygalski han heredado durante generaciones un extraño y desconcertante rasgo: en los momentos más cruciales y significativos de su vida, un malévolo hombrecillo de ojos saltones y traje verde musgo aparece, surgido de la nada, dictándoles instrucciones o revelándoles supuesta información básica sobre ellos mismos.

Nadie sabe el origen o la causa de tan extraordinario hecho. Cuando Jan Rygalski cruzó el Atlántico desde su Polonia natal en 1925, el “duende terrible”, como él lo llamaba, ya había destrozado el matrimonio de sus padres, causado una embolia a su hermano mayor y llevado a su remilgado tío abuelo al alcoholismo. Pero no fue hasta la primavera de 1956, cuando el secreto familiar salió públicamente a la luz. Tom Rygalski, hijo de Jan, sufrió un inesperado ataque de pánico en una proyección de La invasión de los ladrones de cuerpos. Testigos presenciales aseguran que el joven se levantó histérico de su asiento en una escena clave del film y se dirigió a la pantalla con los puños levantados gritando: "¡sabía que eras un alien, maldito enano cabrón!"

A partir de ese momento, los tests psicológicos, los experimentos farmacológicos y los exámenes neurológicos se convirtieron en una rutina habitual para cualquier miembro de la familia Rygalski. No hubo terapia experimental o nuevo medicamento cuyos efectos secundarios no sufrieran. Sin embargo, tras 50 infructuosos años de tortura al más puro estilo conejillo de indias, la medicina y la psicología tiraron finalmente la toalla y el caso Rygalski acabó enterrado bajo la etiqueta más vergonzosa de todas: origen idiopático.

A pesar de la mil veces asegurada confidencialidad de médicos y psicólogos, su particular historial médico trascendió a circuitos menos privados y los Rygalski alcanzaron cierta merecida fama de pirados en Providence, su ciudad de adopción. Miles, hijo menor de Henry, y conductor de autobús, confirmaba la rumorología popular aterrorizando ocasionalmente a buena parte de sus viajeros. Era un secreto a voces que tenía por costumbre hablar sólo y que cedía temerariamente el volante a un supuesto ser invisible que, en una ocasión, incluso, le instó a robarle el paraguas a una vieja artrítica.

Con semejantes antecedentes, James o Jim, el menor del clan Rygalski, parecía predestinado a convertirse en un Renfield del siglo XXI. Las referencias a los manicomios, las camisas de fuerza y las invocaciones a su supuesto amo, fueron la cruz que el joven tuvo que sufrir desde su más tierna infancia. Sin embargo, en su corta e insólita vida, también hubo pequeños o grandes oasis. El lluvioso día que cumplió cinco años, el pequeño Jim tuvo un insight magico que marcaría su vida para siempre. Mientras caminaba bajo el paraguas agarrado de la mano su madre, se encontró frente a un músico callejero y, sin saber cómo ni porqué, sintió, al mismo tiempo, como el universo entero se replegaba y expandía arrastrándolo con el. Su intuición infantil supo entonces que había vuelto de un largo viaje y que, paradójicamente, no estaba en el mismo sitio. Escuchó gritar a su madre, instándole a volver junto a ella, pero el niño sólo podía contemplar extasiado sus pequeñas manos bajo la lluvia. Sentía como la humedad traspasaba su ropa hasta alcanzarle la piel, pero su emoción era tal que los músculos de su cuerpo se negaban a moverse.

Horas después de que los médicos de urgencias le diagnosticaran catatonia, James se despertó bruscamente, miró a su madre, y con ceremoniosidad adulta le dijo: “yo de mayor quiero ser músico”. En ese preciso instante, desde la esquina opuesta de la pequeña habitación de hospital, una espesa cortina de humo verde reveló a un hombre anormalmente bajito que fumaba en pipa y le miraba con una sonrisa entre irónica y cínica. Aquella fue su primera visita.

[C O N T I N U A R Á]
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