26 julio 2010

Cuando las burbujas hacen POP



4- Henry

No le hace falta mirar el despertador para saber que ya son las 5 de la mañana. Aparta suavemente el brazo femenino que atraviesa su pecho como un cinturón de seguridad improvisado, y se levanta de la cama con todo el sigilo del que es capaz. Quince minutos más tarde, ya se ha aseado y vestido. Sólo le queda una cosa por recoger. Lo había escondido sin esconderlo, tentando a la suerte, con una remota esperanza de que Emma pudiera encontrarlo, pero no ha sido así. Sabía que su última novia sentía cierta pereza, como ella solía afirmar, hacia la literatura japonesa. Así que, sin tener muy claro si había ganado o perdido en aquella apuesta consigo mismo, Henry abre el ejemplar de Kokoro de Natsume Soseki que reposa sobre su mesilla y extrae de el un billete de ida y vuelta en primera clase a Vancouver. Durante unos instantes, se plantea escribirle a la joven una nota de despedida, pero finalmente opta por un simple beso en el omóplato. No era necesario darle demasiada importancia. Al fin y al cabo, sólo estaría ausente un día.

La elección de la ciudad siempre acaba siendo casual. El único requisito era que se encontrara lo más lejos posible de Dublín y que se pudiera estar de vuelta en, aproximadamente, 24 horas. En aquella ocasión, por una cuestión de combinaciones y horarios, la olímpica ciudad canadiense le había parecido la opción perfecta. Recordó, con una sonrisa complaciente, las palabras de la exuberante pelirroja de la agencia de viajes: just nine hours behind when you get there. Behind. Nine hours.

Siempre le había parecido curioso cumplir años justo en la mitad del año. Ahora estaba a un día de llegar, probablemente, a la mitad de su vida. La política del bufete para el que trabajaba le permitía tomarse libre el día de su cumpleaños, pero incomprensiblemente para su jefe y el resto de sus compañeros, Henry siempre se ausentaba la víspera esa fecha, apareciendo puntualmente cada dos de julio.
Sentado en el avión, a punto de despegar, el abogado presiente que tampoco en esta ocasión se librará del interrogatorio anual, pero no le importa. Lo único que desea, es abandonar Dublín lo antes posible y estar en el aire. Volar es la más hipnótica y atemporal tierra de nadie.

Cada año teme que alguno de sus clientes pueda reconocerlo. Al fin y al cabo, todos viajan habitualmente en avión, pero siempre confía en su suerte... y en el hecho de estar disfrazado para la ocasión. Sin afeitar, con el pelo revuelto y despojado de sus trajes de Armani, Henry pierde parte de su imponencia y consigue aparentar unos cinco años menos de los que en realidad tiene.

Mientras la mayoría de los pasajeros caen presa del sopor o de la trama de la película de turno, Henry se levanta de su asiento y se dirige al baño con cierta ceremoniosidad. Una vez dentro, se coloca frente al espejo, baja la cabeza y apoya sus manos a ambos lados del lavabo, como un sprinter antes de iniciar una carrera. Tras unos segundos en esta posición, alza resueltamente la mirada y observa su cara, su línea de meta. Es doloroso comprobar hasta qué punto la vejez está emparentada con la gravedad. Todos los rostros acaban cayendo con el tiempo. Tal vez por eso sólo estudia el suyo estando en el aire. Lo analiza como si fuera la imitación de un cuadro famoso. ¿Qué ha cambiado? ¿qué atractivo permanece inalterable?¿cuántas mujeres menos pujarían por él en una subasta? A sus 45 años, sigue siendo un hombre atractivo. Aún suscita esa mirada de “tienes un buen polvo” de gran parte de las féminas con las que se cruza a diario. No le avergüenza admitir que esa prueba de reafirmación sexual masculina le ha salvado algunos días a lo largo de los últimos años de su vida.

De vuelta de la abstracción de sus pensamientos, Henry sigue con su dedo índice las arrugas que bordean sus ojos. No son tan discretas como las recordaba. ¿Cuándo han comenzado a caminar descaradamente esas patas de gallo? Comienza a hacer muecas y su boca se mueve tratando de reproducir todos los sonidos imaginables. Hay más surcos sobre la piel de sus labios y su cuello. Por un momento, se siente tentado de desnudarse y observar los cambios del resto de su anatomía, pero se reprime. Recuerda, con una punzada de añoranza, como a los 25 años le bastaba con estar delgado para sentirse en forma. Ahora la delgadez no es suficiente y tener un buen cuerpo le supone un esfuerzo considerable. Tal vez debería ir cinco días a la semana al gimnasio en lugar de tres. Tal vez.

Alarga su estancia en el baño hasta que llega otro pasajero y se despide del espejo con una mezcla de alivio y desgana. Cuando llegue a Vancouver, tendrá nueve horas más de tregua. Sólo serán las 8 de la mañana, mientras que en Dublín ya habrán alcanzado las 5 de la tarde. Permanecerá 6 horas más en la ciudad canadiense hasta el avión de vuelta y llegará a su ciudad a las 8 de la mañana del día del dos, pero durante ese tiempo, técnicamente, para él, seguiría siendo uno de julio, la víspera de su cumpleaños.


*

Vancouver es una ciudad bulliciosa. Está llena de bares y viejas cafeterías y las personas se saludan con la calidez y la familiaridad de los pueblos pequeños. Ajeno a todos ellos, Henry piensa en el X-43A, el avión más rápido del mundo. Técnicamente, a 8000 km/h, es capaz de dar la vuelta al mundo en 5 horas. ¿Cuántos cumpleaños más tendría que esperar para poder viajar en esa maravilla?. A cada paso, Henry fantasea con la posibilidad de engañar al tiempo limpiamente, y se siente un curioso híbrido entre Einstein y Dorian Gray.

Sin saber muy bien cómo ha llegado e ignorando el camino de vuelta, el abogado se topa frente a un parque infantil presidido por una gigantesca cama elástica. Una cola de niños y adolescentes aguardan ansiosos su turno para poder saltar. Abducido por esa temeridad tan propia de los jóvenes y los viajeros que se apodera de nosotros cuando, libres del corsé de la rutina, exploramos nuevos territorios, Henry se suma a la fila sin siquiera pestañear.
Veinte minutos más tarde, comienza a saltar. Tímida y torpemente al principio, consciente aún de sus diferencias y de lo que representan, aunque poco a poco, su cuerpo va cediendo al total abandono. Los gritos y las risas le roban el protagonismo a las rumias y al sentido común. Durante unos minutos, mientras sube y baja frenéticamente, olvida todo lo que conoce o cree conocer sobre si mismo y una machacona frase hace figura en su interior “en el fondo de nosotros mismos, siempre tenemos la misma edad”.

La misma edad.

Al abandonar la cama elástica, ignorando las miradas desdeñosas de los niños, Henry se siente un hombre nuevo y exultantemente joven, aunque es incapaz de explicarse el porqué. Y, de repente, la cara de Emma le envuelve como si al final de un mal día, oportunamente, en la radio comenzara a sonar su canción favorita. Quiere, necesita compartir este momento con ella. Busca el teléfono móvil en el bolsillo de su chaqueta, hasta que recuerda que siempre lo deja en casa durante sus escapadas. Resuelto, busca una cabina de teléfonos con la mirada hasta encontrarla. Una vez dentro, marca el número del móvil de su novia y espera. Hi, this is Emma! I can’t talk to you right now. If you have something important to say, speak know, or forever hold your... Beep...


Anteriores burbujas que hicieron POP:

1- Elsa
2- Yuki
3- Lorie
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