18 agosto 2010

Goodbye letter to Andy


*


Dear Andy,

Hace 14 días y 23 horas que te has ido.

¿Sabes? El don de la inoportunidad es una costumbre muy humana. Algunas personas tienen la desfachatez de preguntarte cómo te sientes en los momentos más vulnerables de tu vida. Son como esas dependientas solícitamente cotillas que abren sin permiso la cortina del probador mientras te estás poniendo un vestido o un pantalón.
Pero yo no quiero pensar en cómo me siento mientras paseo por alguna calle o me tomo un té en una cafetería, porque si lo hiciera, la tierra empezaría a girar sobre su órbita hacia delante y hacia atrás al mismo tiempo, y me quedaría dando vueltas asfixiada y llorosa en alguna especie de lavadora intergaláctica.

¿Has oído hablar de los anillos de los troncos de los árboles? ¿de cómo cada año de su vida arbórea queda impreso en un círculo?. Siempre me he preguntado si el inventor de los discos de vinilo se inspiró en ellos. Huellas, historias, canciones, todo viene a ser lo mismo. Los humanos estamos también construidos por capas de diferente grosor que permanecen siempre interconectadas. Por eso todo lo que hemos sido lo seguimos siendo y resulta tan difícil determinar nuestra verdadera edad.

Desde que no estás, tengo la sensación de que alguien ha hecho un agujero en mi tronco y tira con fuerza de uno de esos anillos, uno especialmente grande y precioso, mientras yo me aferro a él tratando inútilmente de recuperarlo. Y en ese forcejeo, toda mi estructura interna se desmorona y fragmenta, como si, de repente, se hubiera vuelto de mercurio. Y la gran duda que flota en mi cabeza es, ¿cómo sonará ahora el disco incompleto?.

La otra noche soñé que nuestra casa era una enorme mesa de billar y que alguien (o algo) golpeaba una bola y ésta recorría toda su superficie inusualmente vacía sin caer en ningún agujero. Pero el desesperado eco de la bola contra el suelo desnudo era lo más aterrador de todo. Su conciencia de orfandad, la seguridad de que, fuera donde fuera, no encontraría nada contra lo que chocar.

Otra cosa que me cuesta entender de los humanos, es ese absurdo pudor al hablar en pasado de los afectos hacia seres que ya no están presentes. ¿Por qué la gente dice “lo he querido” o “lo quise” en referencia a alguien cuando muere? ¿acaso creen que a fuerza de usar pretéritos conjurararán antes del maleficio del duelo?.
Una de las pocas certezas que tenemos son nuestros grandes afectos. Conjugarlos en presente y en futuro es lo que nos alimenta.

Mi psicóloga me ha repetido hasta la saciedad que “la decepción es como la muerte: siempre llega”. Según ella, es imposible que una relación no nos decepcione por aquello de nuestras desproporcionadas expectativas neuróticas, pero se equivoca. Las amistades mascotiles mejoran con el tiempo y carecen de ambivalencias. Con un amigo no humano, no hay discusiones, ni cambios de rumbo, ni rencores, ni desprecios. La complicidad no deja de crecer y siempre sabes exactamente lo que puedes esperar.

Durante 14 años y medio, dormiste conmigo si me atormentaba algún fantasma; me “diste la pata” cuando estaba enferma y me retrotraía a los 7 años; me acompañaste fielmente en mis maratones cinéfilos; permitíste que te abrazara hasta exprimirte cuando me rompían el corazón, daba un salto difícil o miraba las notas; soportaste sin huir despavorido mis gorgoritos, el volumen atronador de mi música, mis charlas cuatrilingües, mis cambios de humor o la sempiterna telaraña de la melancolía; fuiste mi único cómplice insomne cuando se retrasaba Morfeo, aparecía una musa o preparaba un examen; y los días horribilis, esos en los que venderías tu alma al diablo por convertirte en oso en hibernación, sólo tu perfecta carita pelirroja y la certeza de que, al menos, viviría un momento mágico contigo, me impulsaban a salir de la cama.

Siempre he tenido la sensación de que no pertenecías a este mundo y que, en realidad, eras una criatura mágica que yo había soñado de niña, un regalo que me enviaban directamente de la Fantasía de Michael Ende. ¿Y sabes qué? A falta de ese colchón emocional que proporciona la religión, es allí donde prefiero imaginarte: de vuelta al país de la imaginación. De la mía y de la de todos.

Con un volumen de La historia interminable entre las manos, me pierdo entre la tinta verde y la tinta roja y te susurro:

Recuerda que siempre mataré monstruos por ti, pequeño Fujur...


01 agosto 2010

La turbiedad del hielo




Podría haber sido un clon de Jökull, salvo por la nariz, bastante menos aguileña, el cabello oscuro y los ojos; Einar tenía las pupilas de un intenso gris casi metálico. Un color inusual, de esos que tienen una de cada 10 millones de personas, como los de Elizabeth Taylor.
La primera vez que lo vi, mis rodillas comenzaron a temblar de una forma tan violenta que tuve que sentarme. ¿Cómo podían parecerse tanto? Pensé que las había oído chasquear, delatando lo insólito del encuentro, como un instrumento mas afinado que, inoportunamente, arruina tu canción favorita en pleno concierto. Pero me sonrió cálidamente y me besó la mano: tú debes ser Brynja. Y ahí comenzó todo.

Estábamos en primavera y sólo habían pasado cinco meses desde que Jökull me había dejado. Era demasiado pronto para coger una fjóla (violeta), pero, como se suele decir en Islandia, nunca sabes cuanto puede durar el siguiente invierno.
Me llevó a un restaurante italiano. Sus movimientos eran ágiles y elegantes y olía a una mezcla de mar y eucalipto. Destilaba tanta entusiasmo que parecía un niño delante de una tienda de bicicletas. Sólo algunos pocos afortunados poseen ese halo juvenil durante toda su vida, una mirada sagaz pero blanca, una contagiosa y desarmante frescura. Einar era más joven que Joküll en todos los sentidos de la palabra.

Entre el entremés y el postre, le resumí el historial amoroso de mi vida, colocando a todos mis ex en fila sobre la mesa y derribándolos grissini a grissini. Su barba de tres días hizo el resto. Y, al llegar al café, con mi pasado temporalmente pulido, una postilla menos sobre la piel extremadamente fina y blanca, cerré los ojos. Cuando los abrí, reía. No recuerdo exactamente de qué. Siempre he tenido una memoria pésima para recordar anécdotas graciosas y únicamente recuerdo el efecto que me han causado. ¿Por qué nadie inventa una escala para medir la intensidad de la risa?. Debería parecerse a la de los terremotos. De esta forma, podríamos decir cosas como "tuve un ataque de 7,5" y todo el mundo sabría con precisión a qué nos referimos.

Sonaba Someone to watch over me de Ella Fitzgerald. De repente, tomó mi rostro entre sus manos y me clavó su mirada metálica. Por un momento pensé que cualquier cosa era posible. Le dije “ven” y lo llevé a mi casa. Nos desnudamos el uno al otro mientras fingíamos escucharnos. Tenía un cuerpo perfecto. Quise indicarle qué, cómo, cuánto y dónde, pero siempre se me adelantaba. Me pregunté, estúpidamente, si sería posible implantar mapas erógenos en los cerebros humanos. Agotamos el sofá, la cama y la mesa de la cocina, hasta que la vieja cafetera del vecino de arriba marcó nuestro último cigarrillo. Mis pensamientos escapaban bajo las sabanas de los rayos del sol. Estallaron las persianas y se acurrucó a mi lado, subrayándome, abrazado a mis senos doloridos. Formamos un improvisado 44. ¿Necesitaba ese número? Me di la vuelta y observe su mirada embelesada un segundo antes de acariciar el lóbulo de su oreja izquierda. Entonces lo encontré. Accioné tres veces el diminuto botón en forma de zigzag y Einar comenzó a encoger vertiginosamente hasta caber en la palma de mi mano. El número se había dividió entre once. Milagros de la nanotecnología.

Lo guardé en el cajón de la mesilla sin estar muy segura de qué hacer con él. Lo más probable es que nunca más volviera a utilizarlo. Seguidamente, me acosté sobre las sábanas revueltas, justo en el hueco en el que un momento antes habían descansado sus pies. Mi cabeza colgaba hacia atrás y la sangre se amontonó súbitamente en ella, como los tripulantes de un naufragio. ¿Dónde estaban las violetas?. Sentí como si me hubieran inyectado en su lugar una dosis masiva de aire. Recordé a Jökull, nuestras peleas y mi costumbre de escudarme en su nombre*. Entonces noté como una lágrima caliente caía desde mi lagrimal derecho a mi frente y después al suelo.



* Jökull significa hielo en islandés.
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