23 octubre 2011

Paso de cebra




Creí verte ayer desde el otro lado del semáforo.
Empujabas un cochecito de bebé idéntico al de la mujer que iba a tu lado.

No sé si eras tú.
Tal vez fueras tú.
Decidí que eras tú.

La calle se extendió, de repente, ante el verde, como una recta paralela,
mientras al nuevo fondo dos coches chocaban estrepitosamente.          

Ninguno era tuyo.

Fui caminando despacio hacia la certeza de código de barras

y, de entre el humo del siniestro,
creí distinguirte bajo tu cabello y tus gafas.


Más arriba,
una ráfaga de viento se llevó, inclemente,
tus migas de mi ventana

y las palomas se lanzaron en picado
sin permitir que alcanzaran el suelo.

No sentí envidia ante tu éxito corporativo al cuadrado, como padre y esposo, 
la felicidad no se encuentra en el maquillaje profesional de los peajes,        

sólo fui consciente de la geometría caprichosa de los pasos de cebra,       

como pequeñas escaleras que se multiplican al construir un abismo.

Y, al borde de la acera, caí en la cuenta de que, tal vez, no eras tú                 
de que, tal vez, nunca habías sido tú.

16 octubre 2011

Instrucciones para manejar un corazón abierto



Si te colocan un corazón abierto, herido y obscenamente rojo sobre las manos, tómalo con el mismo orgullo y privilegio con el que se correspondería al gesto de un erizo que ha retraído provisionalmente sus púas.
Ignora los posibles arañazos colaterales sobre tu piel como se ignoran las críticas emponzoñadas que provienen de la envidia, y nunca olvides que para llegar a tus manos, él ha sangrado más que tú.
Si su tamaño y color te inquietan o no tienes muy claro qué hacer con él, resérvale un lugar soleado en tu habitación hasta que emigre o bien muestre su utilidad secreta (se han dado casos de corazones que han acabado reciclados en botas de goma o gorros ultratérmicos).
Nunca dejes un corazón abierto en el lugar exacto donde lo encontraste (incluso si, a pesar de su débil apariencia, amenaza con explotar con furia titánica), especialmente si hace frío. Deposítalo siempre en un lugar cálido y seguro con la delicadeza y cautela con la que manejarías material inflamable.
Devolvérselo instantáneamente a su dueño, como si se tratara de un pase en un partido de baloncesto, tampoco es una buena opción. Su superficie podría agrietarse y encogerse aún más, hasta el punto de volverse parcialmente invisible y, por lo tanto, difícil de manejar.
No intentes reemplazar el hueco del corazón en el pecho del donante por otro corazón o por algún hábil sucedáneo. Inicialmente, su cerebro podría aceptarlo de buen grado, pero el resto de su cuerpo lo iría rechazando paulatinamente, tornándose cada vez más rígido e insensible, más deshumanizado, como si se estuviera transformando en ciborg.
Si desconoces el corazonés (el único idioma que funciona con ecos) o tus manos son muy torpes y callosas, nunca respondas a sus gritos con silencio (el silencio oxida sus tejidos de la misma forma que el agua oxida los barcos), pregúntale a otro corazón (preferiblemente el tuyo) qué recovecos pueden ser explorados y acariciados hasta dar con el botón de sutura o sellado (objetivo principal del donante al entregártelo).
Si en el momento de su emigración o reinserción, el corazón  parece estar visiblemente dilatado y su superficie se muestra un poco más compacta y lisa, sabrás que has completado tu tarea satisfactoriamente.

15 octubre 2011

Mundar



Ahí

No verse es mirar a un árbol
que olvidó. ¿Quién dijo
que en el olvido nada
puede crecer? Brotan ahí
las desesperaciones de
un mundo murmurado, inquilino
de abismos donde
el más allá del sol es un
piano que nadie toca.

*

A saber

El dolor da poco de comer
y siempre da lo mismo.
Oscuro, oscuro
el plato repetido, la ruindad
que abre los brazos para recibir.
Trastos que alternan la casa con
cenizas del que ardió.
¿No amaba?
¿no le dolía el mundo,
el sol mal repartido?
Hay miserables que olvidan
lo que viajaron de sí al otro.
Sus babas no apagan el tiempo con
charletas que dicen amén.

*

Árboles

Quien se incline a
recoger un papel del suelo ve
que los árboles hablan. Esto
no va a ninguna parte. Preguntar
qué dijeron antes
de que los derribaran no
va a ninguna parte. Los árboles
tocan la mañana para que sea feliz y eso
es un destino y no
va a ninguna parte. Una sierra
le saca pájaros al día,
la tarde no se acuesta cantada.
Mi mesa es un silencio
que no se puede abrir.

Juan Gelman

13 octubre 2011

Carta a Doru



Te encontraron a la mañana siguiente. Una mujer, camino al trabajo, se sorprendió al verte tan quieto en aquel frío banco a las 5:30 de la mañana. No fue hasta que te retiró la capucha de la cara cuando descubrió que estabas muerto.
Fue un shock tremendo para todo el pueblo. Nadie se explicaba cómo una persona tan joven y sana, tan obsesivamente meticulosa y equilibrada en todo pudo morir repentinamente. (Hay un término para la hemorragia cerebral en tus circunstancias, pero no es “broma macabra” como tú solías calificarlo). 

Tu novia se llevó la peor parte. No sólo fue la persona encargada de identificar tu cadáver, sino que cuando contactaron con tu madre en ese país que adorabas y detestabas al mismo tiempo, fue la única capaz de explicarle en rumano lo que había pasado. Desde que aterrizó, no se separaron un momento la una de la otra (teniendo en cuenta el tipo de relación pasivo-agresiva que mantenían, supongo que te resultará surrealista imaginarlas unidas finalmente por ti).

El funeral fue sencillo y emotivo. Algunos parientes de Rumanía, tus compañeros de trabajo, un par de amigos, tu familia más cercana y Elsa, nadie más.
Tienes un  pequeño nicho en el lugar más soleado del cementerio. No sé si te entristecerá o te alegrará saber que tu chica te sigue llevando  flores, pero lo que sí sé es que no te sorprenderá demasiado. Elsa siempre tuvo “espíritu Hachiko” en todo lo referente a ti (¡como odiaba siempre que me lo recordaras!).

Por cierto, Doru, no te preocupes. No le he dicho a nadie lo de aquella visita al neurólogo. El secreto de la malformación arteriovenosa irá conmigo hasta la tumba, como tantas otras cosas. Nadie te acunó en algodones durante los últimos dos años. Te resultó duro pero conseguiste lo que querías. Supongo que, estés donde estés, te sentirás satisfecho de eso, al menos. 

Para acabar este e-mail, me gustaría decirte que han cambiado muchas cosas en mi vida durante los dos últimos años, que ha pasado la peor parte del duelo y todas esas cosas, pero te mentiría y nunca lo he hecho. Si me esfuerzo en ver el lado positivo, diría que me siento un poco más libre (sí, eso no puedo negarlo). Tú y yo éramos como dos imanes oxidados el uno para el otro.

Sigo echándote de menos, pero también continúo en la ciudad Ambivalencia en todo lo referente a ti. Tuve pesadillas durante mucho tiempo (la culpa siempre busca castigo, ya lo sabes). Una parte de mi deseaba que fuera mi carta la detonante de tu infarto y a la otra le aterrorizaba la idea. Sé que la recibiste porque ya no estaba en tu buzón aquella noche. Debías llevarla encima cuando te encontraron. De ser así, los médicos han sido muy discretos. O tal vez tu familia. No llevaba dirección ni firma y dudo que alguien se molestara en analizar sus huellas (Mujer invisible solías llamarme, ¿recuerdas?)

Siempre me preguntaré qué hacías frente al apartamento de Elsa a esas horas. Ella asegura que no pasasteis la noche juntos, que los martes salías tarde de la fábrica y te ibas directo a tu piso. Tal vez mintiera por algún motivo. Puede que discutierais, te echara y tú te quedaras implorando frente al edificio, esperando a que entrara en razón. Quizá fuera eso lo que te mató. Lo confieso, aún hoy, siento una satisfacción perversa y vengativa ante la idea de que una de las dos contribuyera a tu muerte. O mejor aún, de que te matáramos ambas.                                                                                          
Una persona puede ser, al mismo tiempo, lo mejor y lo peor que te puede pasar en la vida. Gracias por la lección.

En fin, Doru, esto es todo lo que quería decirte. Han tenido que transcurrir dos años para poder confesarte (y confesarme) todo esto (resulta extraño hacerlo a través de tu cuenta secreta sin añadir qué me gustaría hacerte o qué querría que tú me hicieras). Las últimas palabras que te dedico quedarán flotando sin dueño en alguna parte del ciberespacio, ¿no es poético?

Te iubesc.

C.
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