30 diciembre 2011

Deconstrucción



Hace 5 años era tan joven
que esperar era el suero
de las horas tristes
y las piscinas parecían
olvidarse del fondo.

Hace 5 años era tan frágil
que los bordes
de las páginas evitaban
mis dedos,
por temor
a marcarse
por los ángulos.

Hace 5 años era tan ilusa
que atesoraba burbujas
por si friccionaban
los vagones
en viajes
cortos, medios, largos…

Hace 5 años era tan tierna
que mi cama amanecía sin bordes
como el nuevo pan
reclamando
mermelada,
cólera
y barro.

Hace 5 años era tan yo
que mi avatar o cebolla triste
se ha quitado tantas pieles,
tantos desmayos,
tantas manos,
que las palomas olvidan su chistera:
¿las casas comienzan por el tejado?

*

23 diciembre 2011

El vórtice



Hay un vórtice en el techo de mi sala. La primera en descubrirlo fue Michelle. En ocasiones giraba la cabeza bruscamente hacia arriba y clavaba sus enormes ojos amarillos en un punto concreto del techo. Al principio pensé que se trataba de un insecto porque su cara mostraba la típica atención fascinada que suele dedicarle a los bichos y a las palomas, pero pronto me di cuenta de que no podía haber una mosca tan inmóvil y silenciosa, así que comencé a investigar en internet, la biblioteca, e incluso, en los programas de Iker Jimenez, aunque no llegué a ninguna hipótesis concreta. Por lo que a mi respectaba, bien podía tratarse de una gotera intermitente, un espíritu inquieto o una puerta a Narnia.

Sin embargo, mi rutina cambió. Me escapaba a la sala con cualquier excusa, no fuera a ser que aquella cosa extraña se descubriera en el momento más insospechado y me perdiera el espectáculo. Michelle no tenía que esforzarse, la veía cuando le daba la gana. Creo que, incluso, encontraba cierta satisfacción vengativa en eso de tener la exclusividad (¡como si no la tuviera siempre!). [Inciso: sólo he querido ser gata dos veces en mi vida, cuando me operaron de mis horrendas orejas de soplillo y durante esos días extraños].

Una tarde, mientras me merendaba los deberes de historia, de repente, mire hacia arriba y… ¡¡¡lo vi!!!. Sin embargo, mi alegría duró poco. Era mucho menos espectacular de lo que me imaginaba. Algo así como una pelusa negra gigante que giraba sobre sí misma como una hélice o una batidora. En aquel momento pensé que tal vez mis padres no estaban haciendo la prueba del algodón con la frecuencia con la que deberían (o que ya tocaba mi primera sesión con el oftalmólogo), pero tuve un arranque de genialidad (bueno, uno de muchos) y lancé un lápiz hacia arriba, justo sobre la batidora. Para mi sorpresa y la de Michelle, antes de tocar el techo, la cosa emitió una luz cegadora ¡y se lo tragó!

¡Aquello era lo más emocionante que me había pasado en mis 11’5 años de vida! (además de descubrir que mi intelecto superdotado me permitiría saltarme dos cursos, claro está). Avise a toda mi familia para informarles sobre el descubrimiento científico que, probablemente, cambiaría el rumbo de la historia, pero, tal y como sospechaba, sus mentes simples se cerraron en banda. Mis padres me miraron con la misma mezcla de preocupación y lástima que le dedican a Michelle cada vez que la llevan al vete a ponerle sus vacunas y me obligaron a prometer que no podía decírselo a nadie. “Tienes demasiada imaginación, cariño”, me dijo mi madre. Y cuando intenté argumentar, mi padre añadió “claro, la pobre es tan lista, que no encuentra estímulos en nada y se aburre”. A mi hermano Alain, tras este último y humillante comentario, le salió un chorro enorme de coca cola por la nariz e improvisó un cuadro abstracto en las cortinas nuevas. Entonces, mi madre y mi padre, mágicamente sincronizados, comenzaron a reñirle y a darle pescotazos. Desgraciadamente, tras aquella patética maniobra distractora no volvimos a hablar del tema. El muy lerdo me había birlado el protagonismo… ¡otra vez!

Para mi desconsuelo, el vórtice solo aparecía de vez en cuando y siempre en los momentos más inoportunos (cuando estaba a punto de resolver un complejo problema de física, durante los finales de las películas, cuando algún degenerado, via twitter, amenazaba con cortarle el flequillo a Justin Bieber…). Y aunque no volvió a manifestarse con mi familia presente, no me dejé apabullar. El siguiente paso de mi plan para probar su existencia llegó en forma de carta. Obviamente, el material que se tragaba tenía que llegar a alguna parte y como soy una persona precavida elegí el lenguaje binario (encontrar un traductor en la red fue fácil. Las matemáticas son el idioma universal y nunca se sabe a qué rincón del universo podría llegar). En la misiva explicaba el fenómeno y también adjuntaba mi dirección junto con mi número de teléfono. Tres meses después de no recibir nada más que los (¿inoportunos?) arañazos de Michelle, decidí explorar otras posibilidades, pero antes de que me decidiera por alguna de ellas, ocurrió el motivo de esta carta.

Confieso que la idea se me había pasado por la cabeza, y que, incluso, fantaseaba con practicarla con los integrantes de mi lista “50 personas a las que no salvaría de una hecatombe nuclear”, pero tengo mis principios y nunca llegue a considerarla una opción válida.
Aquel martes me dirigía con el tiempo justo a mi lección de violín y la casa se encontraba vacía (mis padres estaban trabajando y mi hermano en clase de rugby). Justo cuando abría la puerta, me asaltó un tipo bajito de encías enormes y pelo lacio-relamido que decía tener un regalo para mí. Ese breve e inoportuno momento fue aprovechado por Michelle para escapar al rellano. Cuando quise atraparla en las escaleras de abajo, el individuo ya se había colado sibilinamente en mi casa y estaba abriendo su maletín. Al principio pensé que quería venderme algo y aunque insistí en el hecho de que tenía prisa, él no dejaba de recalcar la importancia del presente que iba a recibir ese día.

Antes de que me diera tiempo a protestar, se autoinvitó a sentarse en el sofá del salón y me entregó un par de folletos con los dedos pringosos de vete tú a saber qué. Mi cara de asco mal disimulado se elevó a asco infinito cuando descubrí que su contenido versaba sobre la iglesia de la cienciología. Entonces se me ocurrió que, ya que iba a llegar tarde por primera vez en mi vida, podría darle la vuelta a la situación divirtiéndome un poco a su costa, así que comencé a preguntarle por Tom Cruise y el secreto de su juventud eterna.
Digamos que, al tipo, aquel inciso le hizo moderada gracia y tomó un atajo a L. Ron Hubbard y su dichosa Dianética, pero yo, con más reflejos aún que Michelle, contraataqué con los orígenes de su religión, comparándolos con la cuarta peli de Indiana Jones (esto le hizo menos gracia aún). Antes de darme cuenta, se había iniciado un partido de tenis dialectico entre ambos y la cara del hombre comenzaba a tomar un feo color langosta. En el punto más airado de la discusión, el cienciólogo escupió que yo era una mocosa resabiada con serios problemas mentales, a lo que yo aproveche para darle mi golpe de gracia, contestándole algo tan bueno, que no puedo evitar citarlo literalmente “una religión cuyo auténtico dogma asegura que las enfermedades mentales no existen y que todos sufrimos los recuerdos traumáticos de unos alienígenas asesinados en la Tierra con armas nucleares por un malvado jefe supremo, me merece el mismo respeto que las predicciones de la bruja Lola”.

Fue en ese momento cuando ocurrió. El hombre se levantó, como impulsado por un resorte gigantesco, y el vórtice, situado justo encima, se abrió, inesperada e inoportunamente, tragándoselo a él y a su (más que probablemente) estúpida respuesta. Lógicamente, mi primer impulso fue salir corriendo de casa (¿y si yo era la próxima víctima del vórtice o de los airados alienígenas?), y acabé refugiándome en la casa de unos tíos. Dos días después, cuando hube recuperado el pulso y el habla, les expliqué lo ocurrido a mis padres y, en lugar de llevarme a la policía, tal y como me temía, insistieron en internarme en un hospital psiquiátrico. No fue hasta varios días después, cuando la noticia de la desaparición del cienciólogo se hizo pública, que todo el mundo comenzó a atar cabos. Yo seguía en estado de shock mientras me llevaban de allá para acá y me acribillaban a preguntas. De hecho, a pesar de mi memoria fotográfica, ni siquiera tengo recuerdos claros del mes que siguió a la confesión. Lo primero que recuerdo claramente, fue su visita a mi habitación y la petición de escribir esta carta.

Mi psiquiatra me ha diagnosticado un trastorno psicótico breve e insiste machaconamente en que, además, padezco síndrome de asperger leve sumado a ciertos rasgos psicopáticos como la falta de empatía y los delirios de grandeza (¡ja!). En mi modesta opinión, creo que la buena mujer tenía que ponerme una etiqueta y que esta ha sido la más socorrida que ha encontrado teniendo en cuenta las extrañas circunstancias. Sin embargo, sé que tiene muchas dudas sobre la veracidad de mi historia y que todo este asunto le inquieta más de lo que se atreve a admitir. No la entiendo. Teniendo en cuenta lo deprimente y anodino que es su trabajo, debería estar emocionada y motivada por un caso tan extraordinario como el mio. No dejo de insistirle en que la verdad está de mi parte y que no tiene nada más que buscarla ahí fuera, pero ella me mira con la misma expresión bovina con la que mi hermano observa las escenas de sexo de las películas. Obviamente, nunca ha oído hablar de Mulder y Scully.

Y aquí concluye mi historia, señoría. Este es el resumen de los acontecimientos esenciales, contados como si los escribiera en mi diario, tal como me pidió. Lo que ha ocurrido es algo extraordinario y desafortunado que está llamado a cambiar para siempre la historia de la ciencia (yo solo estaba en el lugar equivocado en el momento más inoportuno). Apelo a su sentido común y a su inteligencia para abrir su mente y ver lo que ni mi familia, ni mi psiquiatra, ni mi abogado han sido capaces de comprehender. Seguro que con mi clara y contundente prosa he resuelto todas las posibles dudas que le puedan quedar respecto a mi inocencia. No voy a mentirle: este asunto ha trastocado mi vida y la de mi familia y deseo que todo se aclare y resuelva lo antes posible (y si fuera antes del verano y de mi viaje a La Austria de Mozart, mejor).

Espero que a la llegada de la presente se encuentre bien.

Atentamente,

Alicia Robles.

09 diciembre 2011

Moratones



“Yo nostalgio
Tu nostalgias
Y cómo me revienta que él nostalgie”.


Benedetti

*

Te llené de moratones
... pero sólo de ellos

Un golpe por un viaje involuntario en DeLorean
Un golpe por un roce de rodillas
Un golpe por un guiño cómplice desde la torre
Un golpe por el vértigo en tus camisas
Un golpe por tu cuerpo de chopo inacabado
Un golpe por el verano que semillas
Un golpe por detener el tren cuando llegaba tarde
Un golpe por descruzarnos de las vías
Un golpe por romperme el muro por los hombros
Un golpe por tu vocación de viejo en horas (no días)
Un golpe por tu ternura de ciruela intacta
Un golpe por incendiarte las mejillas
Un golpe por reescribirme la piel en braille
Un golpe por tu cicatriz sin espigas
Un golpe por tu cristal de pez de acuario
Un golpe por amanecerme en las rodillas
Un golpe por las balas que nunca fueron
Un golpe por la elipse que te comienza y me termina.

*

08 diciembre 2011

Viento



Viento otra vez
viento a destiempo
de las horas que se tiñen
o se narran.
Viento como abrazo ignífugo
de una llama
con la rabia destronada
de elefante en la sabana.

No sé dónde descansar
mis manos frías
y la vista se me pierde
danzarina
en una bolsa.
Si saliera ahora
intempestiva y descalza
buscando a Isadora Duncan,
sólo podría estrenar
o regalar
mi nueva boina
a la luna.

*
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