Mi padre era conductor de autobuses y mi madre trabajaba ocasionalmente como costurera. Ambos murieron cuando yo tenía cinco años. No hubo testigos y nadie sabe exactamente cómo ocurrió (la policía científica debía estar en pañales por aquel entonces). Lo que si se sabe con certeza, es que, de camino a casa, su coche se salió de la calzada para precipitarse en el río. Siempre me he preguntado, estúpida y egoístamente, si yo fui su último pensamiento, si llegaron a alegrarse de que, irónicamente, aquel inoportuno catarro que había frustrado mi viaje, hubiera sido mi tabla de salvación.
De aquel día sólo recuerdo la irritación e insolente desgana hacia los guisos y las curas gripales de mi abuela. También recuerdo la pesadilla que acabaría convirtiéndose en recurrente. El edificio donde vivía se había derrumbado de forma tan estrepitosa como si hubiese sido el objetivo principal de un bombardeo. Aunque buscaba desesperadamente un rostro familiar entre la muchedumbre y las ruinas, solo una desconocida me tomaba de la mano, asegurándome, compasiva pero tajante, que aquella tragedia había sido inevitable.
Premonitoriamente, mientras yo tenía aquel sueño, encontraron a mis padres, abrazados y azules, en el fondo del río. Fue un shock para todo el pueblo e, incluso, al día siguiente salieron en las noticias nacionales. Mi tío Victor, la última persona que los vio con vida, aseguró que mi padre sólo había bebido unos tragos. Dijeron que estaba sobrio cuando hizo esa declaración, pero también aseguraban que mi padre era un excelente conductor borracho.
Desde el accidente me fui a vivir con tío Victor y tía Sandra. Ella era una de esas mujeres complacientes, taciturnas y algo melodramáticas a las que la alegría innata se le había desgastado con el tiempo, como una cerilla cuya cabeza ha sido frotada contra demasiadas superficies rugosas. Sin embargo, aún había destellos en Sandra. Poseía un insólito sentido del humor negro que hacía las delicias de sus huéspedes y que sólo exhibía ocasionalmente, como la vajilla buena. De niño, cuando todo se dividía en policías buenos y malos, estaba convencido de que habría sido una mujer inmensamente feliz de no haberse casado con mi tío.
Hasta la muerte de mis padres Victor había sido mi miembro preferido de la familia. Cada vez que me visitaba, jugaba conmigo con el mismo abandono y entrega que si fuera otro niño. Me costaba verlo como a un adulto que se levanta demasiado temprano y pasa ocho horas en la responsabilidad y diligencia más absolutas. Los vecinos también tenían debilidad por él. Además de un payaso nato, era el típico ayudador que siempre está dispuesto a echar una mano a los demás, bien fuera haciendo una chapucilla o asistiendo a un anciano. Sin embargo, a pesar de todos los momentos luminosos de la primera parte de mi infancia y de los malos y ambivalentes que la precedieron, aún hoy, lo que más recuerdo de él, fue el día en el que comencé a odiarle.
Era mi séptima nochebuena. El duelo coleteaba impunemente y era el único momento del año en el que me comportaba de forma absolutamente bipolar. De sentirme profundamente miserable, desorientado y culpable, pasaba a la euforia contagiosa de parque de atracciones. Aquella noche mi tío llegó tarde, ebrio y tambaleándose casi dignamente. Como ya conocía la verdadera identidad de Santa Claus, le pregunté por mi regalo en el mismo tono afectado que un presentador de concurso. Entonces se levantó y, con una sonrisa cheshiriana, me llevó hasta su habitación con la promesa de un obsequio. Traté de contener mi impaciencia infantil mientras él se desplomaba en la cama. Sólo cuando comenzó a quitarse las botas, señaló los tres cajones de su cómoda y me preguntó “¿en que cajón crees que está?”. Señalé que en el tercero, pero, al abrirlo, sólo reveló ropa interior. Irritado, me dirigí a un primer cajón que, finalmente, acabaría estando lleno sólo de pastillas, joyas y productos de tocador. Conteniendo el aliento, abrí el segundo, el definitivo, y me zambullí con presteza en un mar multicolor de calcetines. Recuerdo que los fui sacando uno a uno y que con cada nuevo par mi cuerpecito iba mutando de la incredulidad a la ira, hasta que, finalmente, re rindió al abatimiento de la derrota. Cuando me giré y le observé, con toda la decepción y rabia de que fui capaz, no encontré emoción en su rostro. Sonreía pero sólo lo hacía con la boca exageradamente abierta, como si fuera un viejo túnel por donde nunca pasan coches. Sus ojos estaban en otra parte, hundidos en algún abismo íntimo y personal. Y entonces supe, con la luminosa clarividencia de los momentos traumáticos, que nunca podría contar con él.
Fragmento de La paradoja del abstemio.
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