Una tormentosa tarde de
julio, en el instante preciso en que salía del cine, un rayo cayó sobre mi
madre. Al parecer, entró por su cabeza y escapó pérfidamente por un pie, para
hundirse finalmente en las entrañas de la tierra. Las quemaduras fueron tan
graves que tuvieron que hacerle varios injertos en “la zona de salida” y jamás
superó su cojera y su fobia a las tormentas, pero, milagrosamente, sobrevivió. Haciendo
gala de un misticismo que no había exhibido hasta la fecha, aseguraba que nunca
supo a ciencia cierta qué parte de sí misma le había arrebatado el rayo, pero
estaba convencida de que la había elegido como receptora o “puerta a este
planeta” por alguna razón.
Lo más insólito del caso, es
que en aquel extraordinario momento, nadie, salvo ella misma, sabía que estaba
embarazada de tres meses. Como es natural, al conocer la noticia cundió el
pánico generalizado en mi familia. Amparándose en la excepcionalidad de la
situación, todos estaban de acuerdo en que era más que probable que el rayo, durante
su ataque oblicuo, hubiera atravesado al bebé en algún punto, dañándolo sin
remedio. Sin embargo, y para sorpresa familiar, una serie de exámenes y pruebas
revelaron que el niño, no sólo había sobrevivido, sino que se encontraba en perfecto
estado de salud.
Durante mucho tiempo nadie
pudo encontrar un precedente similar. La posibilidad de ser alcanzado un rayo
es del 1 entre 3.000.000 millones. ¿Cuántas posibilidades hay de que, además, caiga
sobre una mujer embarazada? En el momento en que se confirmó oficialmente que
el niño nacería sin secuelas, mi madre supo instantáneamente cuál sería su
nombre, Ekaitz, que significa tormenta en euskera.
Y, ahora que sabes la
historia de mi nombre, querido lector, debes conocer la historia de mi muerte,
que es la misma.
[TO BE CONTINUED]