“Lo vi sonreír con su
ternura inimaginable. Demasiada sonrisa para quien llevó tantos años su herida
por donde sólo llovía sal”.
Alejandra
Pizarnik
La
primera vez que lo vi sonreír fue a través de las viejas fotos de una pionera
red social que ya nadie utiliza. Toparse con el álbum de los primeros
veinticinco años de vida de un ser querido, flotando a la deriva en el abigarrado
mal del ciberespacio, hoy día debe producir una emoción similar a la de encontrar
una botella con mensaje en la orilla de una playa o desenterrar, por
casualidad, una olvidada cápsula del tiempo.
Hay
sonrisas a las que denomino eclipse, no porque oculten la luz de la persona que
las posee, sino porque, por unos breves instantes, son capaces de cubrir
completamente su oscuridad. Jim poseía una de esas sonrisas. A pesar de ser el
tipo más melancólico que he conocido jamás (o tal vez por ese motivo),
ocasionalmente estallaba en una contagiosa sonrisa armónica coronada por unos
dientes perfectos, no exenta de serenidad y ternura.
La
diferencia entre una sonrisa feliz y una sonrisa eclipse es que la primera
nunca deslumbra o desarma, sólo subraya lo que ya existe. Sin embargo, lo que
hace verdaderamente especial a la sonrisa eclipse, es su hermosa fugacidad, su vocación
de usurpadora de desdichas, su condición de milagro. Casi nunca nos damos
cuenta, pero, muy a menudo, las sonrisas más bonitas vienen de las personas más
tristes y solitarias.
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