24 abril 2018

372/El hueco entre los dos




“Si de verdad existe alguna clase de dios, no debe de estar en nosotros. Ni en ti ni en mí, sino quizás en un pequeño hueco entre los dos. Si existe alguna magia en este mundo debe estar en el intento de comprender a alguien al compartir algo. Lo sé, es casi imposible conseguirlo, pero, qué importa eso. En el intento debe de estar la respuesta”.

Before Sunrise, Richard Linklater


Hoy me he pintado las uñas de rojo, pero me han quedado fatal, así que, enrabietada, me he quitado la pintura con quitaesmalte. Hay pocas cosas más agresivas que arrancarse el esmalte rojo de uñas. Las manos se te quedan encarnadas y tumefactas, como si revelaran una parte violenta o secretamente avergonzada de ti. Y te he visto, de repente, justo ahí, en mis manos sanguinolentas. Curioso escondrijo el del desamor. 

Solía decirte que tenías cara de caleidoscopio porque me resultaba insólito y desquiciante que tu rostro se transformara tantísimo al pasar de una emoción a otra. Era imposible apre(h)enderte, siempre te escapabas como un actor entre las bambalinas de algún teatro secreto. De igual forma, poc@s podíamos reconocerte en las fotos. Sabía que eras tú porque había sido yo quien tomó tal o cual fotografía o porque daba la casualidad de que salías conmigo, pero solo tu madre fue capaz de convencerme de que aquel niño tímido con el cabello rubísimo-casi-platino eras tú. Podrías habérnosla jugado a tod@s, ¿sabes? Desaparecer como l@s enferm@s de ese trastorno de la personalidad que, de repente, olvidan su presente, escapan y rehacen su vida en otro lugar sin recordar nada de su yo anterior. Con el tiempo te has convertido en un ser terroríficamente discontinuo. Te incinerarán y la única prueba de tu existencia en la tierra, tu genuino yo bajo el sol, no resultará fiable.

Y si no hay ninguna prueba material para recordarte, ¿cómo se puede demostrar que has existido?

¿Recuerdas aquella trilogía que te hice ver un par de veces?¿la de Linklater? He pensado mucho en aquella definición en Before Sunrise que tanto me gustaba. Es la única definición de Dios en la que creo. También es, probablemente, una de las mejores definiciones de amor.

Nos lo había dicho también Spinoza. Tant@s otr@s. Antes. En el amor, el objeto de deseo no existe. O, en realidad, no es un objeto, sino un lugar. No nos enamoramos del otro, sino de la frontera de contacto, del hueco entre los dos.

Ahora sé que no eras tú, sino la “Viena” en la que habitaríamos. Nunca fue una voz o una mirada, sino la posibilidad de un sublenguaje que solo compartiríamos tú y yo.

Me llevaste desde mi amurallado neuroticismo hasta el aquí y ahora, la palpitante vida y el sol, pero me enamoré también, sin saberlo, de lo que yo aportaba al nosotros, aquello que tú habías atraído a la frontera como nadie: frescura, pasión, curiosidad, ternura, historias, música…

Sin embargo, el origen era el nudo infinito entre tu nombre y el mío, la suma de la palabra escritora y la palabra musa.

Pero ahora ese hueco ya no está. No existe. Nada nos preserva ni nos contiene. Ni siquiera somos dos líneas paralelas.

Acabo de eliminar todas nuestras fotografías. 372 archivos de mi memoria.

Y si no hay ninguna prueba material del nosotros, ¿cómo se puede demostrar que hemos existido?


*


09 abril 2018

Yo tenía una vecina pianista




Una noche, mientras daba mis primeros y torpes pasos en la cocina, moví una banqueta y, como consecuencia, la vecina del piso de abajo subió a nuestra casa hecha un basilisco. No pudo ser un gran estruendo, mi madre no lo hubiera tolerado, pero por alguna conjunción de factores que siempre desconoceremos, a aquella mujer, un pequeño ruido nocturno en el piso de arriba, allí y entonces, debió parecerle intolerable. Tal vez, incluso, llegara a insultarnos. No lo sé. No recuerdo nada. Simplemente fui un testigo no fiable en pleno estadio sensoriomotor. Lo que sí sé, es que mi madre nunca se lo perdonó. Desde ese momento, aquella casi desconocida pasó a llamarse, inapelablemente, “la bruja”.

Y se desató una guerra silenciosa entre ambas familias, una férrea y continúa lucha de poder y delimitación del espacio vitalo-vecinal en la que ni una de nuestras sabanas podía, siquiera, rozar su ventana en el patio en el que se tendía la ropa (so pena de acabar hecha trizas). Por lo tanto, crecí pensando que cualquier gesto de amabilidad o cívica cortesía hacia cualquiera de ellos, desde dar los buenos días a sujetar la puerta del ascensor, era un acto de traición imperdonable hacia mi propia familia. Los vecinos de abajo eran siempre el enemigo. Los otros.

Tal vez por algún tipo de venganza cósmica hacia mi primer y único “delito de contaminación acústica”, la bruja tenía una hija pianista dos o tres años mayor que yo. Aunque, para ser justas y precisas, habría que decir que no era pianista, sino que, más a menudo de lo que nos gustaría, aporreaba el piano. Debía ser (o yo me lo imaginaba de esta forma) un instrumento viejo, probablemente sin tapa, descascarillado, de teclas amarillas, vencido por algún lado. Alguna herencia o compra de segunda mano que nadie se molestó en cuidar. Un simple trasto-rinconera que ocupaba el menor espacio posible. Y él lo sabía. Por eso se quejaba amargamente a través de su llanto desafinado.

Y siempre ocurría igual. No había un horario fijo ni rutina que pudiera darnos la voz de alarma. Tampoco escalas ni calentamientos previos. Casi a cualquier hora del día, la pianista comenzaba a tocar de golpe siempre la misma pieza. Aquello era un maremagnun chirriante, un violento volcán de vibraciones para el que no había huecos bajo las mesas, ni espacios en los marcos de las puertas en los que protegerse. Y se equivocaba siempre, siempre, en las mismas notas. Nunca llegó a dominar la única pieza de su repertorio (¿Por qué nunca intentó tocar otra canción? ¿qué significado autobiográfico oculto contendría?). Con el paso del tiempo, llegué a conocer tan bien aquella melodía, que me autoconvencí de que yo  misma podría reproducir el tema sin fallos, nota por nota, en aquel piano moribundo.

Lo más triste es que no había entusiasmo, pasión, ni amor en aquellas unplugged sessions. Solo el obstinado sentido de la responsabilidad de una chica aplicada que abandonó sus estudios de música, y que, al mismo tiempo, quiso seguir amortizando incansablemente la inversión que, años atrás, hicieron sus padres. Casi contenía una tierna súplica que me conmovía, un “por favor, no perdáis la fe en mí”. Hay esperanza en la renuncia. Siempre.
Por mi parte, nunca supe que me molestaba más: si la invasiva y violenta sonoridad que lo anulaba todo o la traición a la delicadeza, al buen gusto, al oído, a la música. Yo entonces no lo sabía (era demasiado joven para casi todo). Pensaba que se trataría de algo temporal (los vecinos se acabaron mudando, la tortura musical cesó), pero mi vida, muchos años después, seguiría siendo exactamente igual que entonces: una continua sucesión de mala música de la que resulta imposible huir.


*

21 marzo 2018

Qué más da




Qué más da,
dime,
si jamás vuelvo a verte
y esos naranjos jamás estallan en frutos
que estallan en pulpas
que estallan en bocas.
Y los trenes olvidan que los raíles mecen
y no solo transportan.
Y las canciones se borran selectivamente de mi biblioteca de iTunes
como los recuerdos fruncidos en una memoria.

Qué más da,
para mi temblor de especie en peligro de extinción
o mi salón de baile vacío,
qué más da,
(o qué menos da),
maldito,
dime,
que estés vivo o muerto.




*

12 febrero 2018

Khaleesi (Winter is going away)




Preciosa Khaleesita,
temperamental leona,
bailarina del color,
eterna juguetona,
me miras desde la templada profundidad de tus ojillos azules,
que son como dos botoncitos que te hubiera cosido el agua,
y sé que comprendes,
que recibes,
mi ternura espinada,
mis distancias de roca,
y la rígida capa de musgo que me hiberna.
Tal vez por eso,
solo desciendes de tu trono de hierro,
para que nos desroblemos
ambas.



*

25 enero 2018

2017: Balance




Me da rabia de cristales rotos,
de jugo de granadas pisoteadas,
pero tú
y tu sonrisa de supernova,
desanudando mi timidez en una onda expansiva.
Tú torpeza,
tú cachorro,
tú espiral…

recibiéndome como un arco
(o un deshielo
o una utopía)  

has sido mi única felicidad de diamante.


*

01 enero 2018

Petricor *




¿Sabes qué es lo que  más recuerdo de ti?

Aquella tarde llegaste a casa empapado. Sonó el timbre y abrí la puerta, extrañada, mientras caía en la cuenta de que tus llaves y tu paraguas descansaban juntos y abandonados sobre la misma silla. No tuve tiempo de abroncarte, una vez más, por tu mala memoria. Te sacudiste el pelo en un gesto perruno y estallé en risas. “¡Pero mira cómo vas!”. Tomándote de la mano, con mi terca impaciencia habitual, te llevé al baño mientras enumerabas la familiar lista de incompatibilidades de viajar en bicicleta bajo la lluvia. Una vez allí, te quedaste quietecito, embelesado, como un niño obediente, mientras yo, reprimiendo la risa y el deseo, casi maternalmente, te iba quitando la ropa. Después de secarte, la toalla acabó impregnada de una irresistible mezcla de presagio de rayos, tierra seca mojada, aire limpio y tu olor.

Ya vestido, aún tenías el cabello mojado y revuelto. Sonreí.  “Déjame que te seque el pelo”. Nunca lo había hecho antes (solías ser tú quien, ocasionalmente, me lo secaba a mí). Dos minutos y estallaste en carcajadas, asegurando que el cable te hacía cosquillas en la cara. “¡Serás bobo!”. Te tiraste al suelo, sin parar de reír, y me arrastraste en tu ataque de resistencia infantil. Desde la fría baldosa, el secador, aún encendido, nos apuntaba como un arma implacable. Lo recogí y trepé sobre ti, conquistando tus caderas. “¡Ríndete!”, ordené mientras te apuntaba a la cara con un chorro “lava volcánica”. “¡Jamás!” gritaste. Y me besaste, y pocos minutos más tarde, volví a quitarte la ropa.

Después, me resumiste el día con tu entusiasmo incombustible, sentado en lo que tu llamabas “estilo japonés”, mientras sujetabas tu taza de Earl Grey con una mano y una pierna medio flexionada con la otra. El verbo te resultaba insuficiente, necesitabas hablar con todo tu cuerpo y yo adoraba escucharte, observar la apasionada expresividad de unas manos que siempre parecían tener vida propia. Solías hacer el esfuerzo de expresarte en mi lengua materna porque yo era una nulidad con los idiomas. En ocasiones, al atascarte gramaticalmente o no recordar una palabra, apretabas delicadamente los dedos de una mano contra los labios. Un gesto infantil a medio camino entre la vergüenza y la impaciencia que me derretía. Y nunca supe por quién sentir más envidia: si por tus manos o por tu boca.

Es curioso que ahora, muchas lunas después del final, a pesar de todos los pesares (y pasares), el recuerdo del olor de tu piel mojada aquella tarde sigue eclipsando al rencor, a la ira, a la amargura, al desamor, al tiempo…




* El sustantivo petricor, (del griego petros “piedra” e ikhôr, “componente etéreo”), significa aquel “olor que acompaña a la primera lluvia después de un período de sequía”. Es “el olor que desprende la lluvia al caer en suelo seco”.


*

25 diciembre 2017

How to save a life




A nadie le extrañó que Pam usara su único viaje en el tiempo para intentar salvar a su hermana pequeña. Cuando esta tenía siete años, Brie, que por entonces sólo contaba con dos, le contagió el sarampión, arruinando un muy ansiado fin de semana con sus abuelos maternos. En el curso de aquellos tres frustrados días, sus abuelos formaron parte del grupo de víctimas mortales del atentado del 72. La tragedia afectó profundamente a toda la familia, pero especialmente a Pam. No sólo tuvo que asimilar una enorme pérdida, sino que, con el tiempo, llegó a la conclusión de que su hermana había sido la única responsable de haberle salvado indirectamente la vida. Y, sin darse cuenta, Brie pasó a ser su amuleto de la suerte, su estrella, su heroína.

Ocurrió un sábado por la mañana. Ambas se encontraban en la parada de aerotren cuando vieron cruzar a un gatito grisáceo, de no más de cuatro o cinco meses, por un puente de tráfico paralelo. Con el corazón en un puño, fueron testigos de cómo consiguió esquivar a los coches y atravesarlo sano y salvo. Sin embargo, su alivio se tornó en pánico al observar como el pequeño felino, desorientado, retomaba el mismo recorrido en la dirección contraria. Angustiadas e impotentes, le gritaron como si este fuera capaz de entenderlas, desafiando a la mala suerte y al tráfico que, indiferente e insolidario, no redujo ni modificó su velocidad en ningún momento. Finalmente, un coche golpeó de forma brusca al animalillo y le pasó mecánicamente por encima. Ni siquiera aminoró la marcha ni miró hacia atrás en ningún momento. Para su conductor no había accidente y, consecuentemente, tampoco culpa.

Brie fue más rápida que Pam. Esta última nunca entendió cómo una niña de 11 años pudo reunir tanta fortaleza y determinación en media décima de segundo. Cuando Pan echó a correr, Brie ya había subido a la plataforma y, de forma tan temeraria como valiente, se encontraba parando el tráfico. No tardó demasiado en recoger al felino y llevarlo delicadamente en brazos, ante el estupor y fastidio de tod@s l@s conductor@s con l@s que se cruzaba. Inconscientemente, supo desde el primer instante que el cachorro ya estaba muerto, y cuando ambas llegaron a una de las plataformas y comprobaron que su pequeño corazón había dejado de latir, un par de líneas de lágrimas de rabia atravesaban el rostro de la joven rescatadora.

Una semana después Brie fue encontrada muerta en aquel mismo puente. Las cámaras confirmaron que había cruzado en rojo y que, ciega a todo y a tod@s, parecía empeñada en perseguir lo que las grabaciones identificaron como un gato blanco. ¿Qué pasó por su cabeza? ¿Por qué se escapó sola? ¿Cómo nadie pudo evitarlo? Y, lo peor de todo: ¿por qué no lo había previsto ella? Brie lo había sabido una semana antes al observar a aquel pequeño gato, pero Pam también acabó comprendiendo, demasiado pronto (o demasiado tarde), que no hay nada tan caprichoso, cruel, injusto y arbitrario como la muerte.




Le quedaban dos años para la mayoría de edad y aquello significaba que podría tener acceso al único viaje en el tiempo que le correspondía. Para frustración e intranquilidad de tod@s, se negó a experimentar el duelo, quedándose enquistada, obstinadamente, en la fase de negación. Aquella pérdida aún no era tal, nada era irreversible. Investigó diferentes cursos de acción e, incluso, utilizó un casco de simulación de probabilidades. De esta forma, casi un año más tarde, llegó a la conclusión de que la única y mejor forma de salvar a su hermana, sería ir directa a la raíz del problema y rescatar de la muerte a aquel pequeño gato gris.


El ansiado día llegó y contaba con poco más de media hora. Sabía que le estaba prohibido relacionarse con cualquier persona que se cruzara en su camino, sin embargo, las normas no especificaban nada en relación a los animales. Una vez situada en el punto exacto, pudo observarse a sí misma y a Brie desde el otro lado del puente. Llevaba un traje de camuflaje y sabía que no había ninguna posibilidad de que ambas la descubrieran, pero no pudo evitar un ataque de llanto al volver a ver a su hermana pequeña, tal y como la recordaba, con sus eternos 11 años. Abrió el mecanismo de la caja y este liberó su amplia red desde la parte baja de la plataforma clave hasta el puente, pero el gato no aparecía. El momento se aproximaba y Pam fue impacientándose más y más hasta que comprobó, horrorizada, que el animalillo no había accedido desde la plataforma, sino que había sido arrojado desde algún coche al puente de tráfico y había estado zigzagueando a lo largo de él durante varios minutos. Aun así, la joven no vaciló y se lanzó al puente con la ventaja de la invisibilidad, demasiado tarde para atraparlo en un primer intento, pero convencida de que podría soltarle la “telaraña” que llevaba preparada cuando este volviera a cruzarlo.  No hubo suerte. El gatito volvió a aparecer y no había dado más de dos pasos en su dirección cuando un coche apareció de la nada y le golpeó en la cadera, lanzándola varios metros, hacia el pretil opuesto. Medio cuerpo le colgaba hacia el vacío y le dolía terriblemente el costado izquierdo, pero se reincorporó con rapidez, presa de la adrenalina y del pánico. Sin embargo, al alzar la vista, comprobó cómo su hermana ya estaba recogiendo el suave cuerpo del gatito sin vida, mientras su yo de 16 años la miraba horrorizada e impotente desde el otro lado.

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