La
soledad azul metálico del sábado por la noche es como ese aparato de dientes
infantil que nunca te quitaron, que se te quedó pequeño y que te oprime la
boca.
Vas
dando saltos de red social en red social, te apeas en el correo. Nada. Incluso
los lobos solitarios se visten de plata y pactan con la luna. Nada puede
quedarse quieto esta noche, nadie puede enseñar su ala herida sin peligro de
desgarro. Incluso las teclas del portátil parecer burlarse de ese silencio sin
eco, del patético e imprescindible hecho de ser necesitadas. Todo lo que
escribas se convierte en vómito. Vómito de tierra que surge de la capa última,
de las mismísimas y volcánicas entrañas del planeta en miniatura en el que te
has convertido. ¿Por qué giras? ¿para quién? Si existir nunca ha sido una
opción, ¿qué te oprime la vida? ¿qué te arranca el azul? Marrón, marrón, tierra
de nuevo, esencia. Vuelves a ti una y otra vez aunque te caigas a pedazos y no
te sostengas, como una golondrina empecinada. Has invertido demasiado en
construirte, en tu morada, aunque habites un nido de avispas. Confundes la
prisión con la seguridad constreñida, como un bebé, pero nada puede abrazarte
desde las piedras de los márgenes, nada corre en paralelo con tu angustia. Sólo
el cursor te guiña el ojo desde su asepsia cibernáutica. Estás azul y
metálicamente sol@ y ahora tod@s pueden ignorar tus gritos.
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