Resultó que, tras un año sin flores,
la orquídea no se había marchitado, sino que estaba “en barbecho”. El ciclo de
la vida-muerte-vida culminó, por algún capricho compensatorio, con 11 capullos,
el doble de los que habían florecido hasta la fecha. No importa cuántas veces
lo hayas vivido, siempre es un casi un truco de magia. Al comienzo surge un
palo, una insulsa varita mágica de la que acaba abotonando la que posiblemente
sea la flor más elegante y voluptuosa del planeta. Y no puedes evitar sentirte
fascinada.
Lo confieso: inconsciente y
estúpidamente, asumí que no podía ser casualidad que la orquídea y tú “brotáseis”
a la vez, entonces, cuando nadie os esperaba, en lo más crudo del crudo
invierno.
Ese año el frío fue más tolerable
porque llevaba implícita una hermosa, aunque quizá efímera, promesa doble.
Marzo y abril fueron fieles a su esencia, precipitando y recibiendo. Surgieron
las caricias y las flores, el paladar visual se aclimató al color y el tacto se
acostumbró al calor. Todo era gozosa y prometedoramente primaveral, pero en el
cénit de todas las cosas, justo cuando había florecido la quinta flor,
desapareciste como si te hubieran arrancado de la corteza del planeta, demostrando
que no había nada insólito ni especial en aquella primavera. Sin embargo,
continuaron llegando puntualmente las flores (la sexta, la séptima, la octava,
la novena…), como hermosos turistas solitarios a una tierra donde no los espera
nadie. Y yo no puedo evitar preguntarme por qué el amor siempre es una promesa
que acaba 6 flores antes.
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