06 septiembre 2010

Ada




El primer recuerdo de Ada fue el momento en el que comenzó a querer a su padre.
Durante los primeros cuatro años de su vida, para ella sólo había sido un alto hombre trajeado de gesto severo y ojos tristes que madrugaba demasiado y llegaba a casa cuando se podían ver las estrellas.

Una soleada mañana de julio, Ada había encontrado una mariposa con un ala rota en el jardín. Apesadumbrada, entró corriendo en casa con el frágil insecto atrapado entre sus manos diminutas. Justo cuando su madre trataba de convencerla de la inevitabilidad de algunas tragedias, su padre, rescató a la mariposa de los dedos infantiles y la sujetó delicadamente debajo de las alas entre su pulgar e índice, justo por lo que a Ada le parecieron los hombros del animalillo. Y con la naturalidad y la determinación con la que un cirujano pronunciaría “hilo del 5-0”, espetó “celo transparente”. Posteriormente, ante el asombro de madre e hija, estiró con delicadeza el ala prácticamente rasgada con los dedos de la mano derecha y unió suavemente con una gruesa tira de celo los dos extremos. “Ahora podrá volar otra vez” anunció.

Y mientras el convaleciente lepidóptero iniciaba torpe pero audazmente el vuelo, como un tímido fuego artificial que ha postergado en exceso su salida, la pequeña se debatía entre los dos pequeños milagros que acabada de presenciar, sin poder decantarse firmemente por uno. Sin embargo, algunos años y muchas alas reparadas después, descubriría que había sido la delicada e improvisada intervención de aquel rudo y reservado hombretón de manos grandes lo que, definitivamente, había dado un vuelco a su mundo.
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