14 noviembre 2015

¿Y tú qué has malgastado?



¿Y tú qué has malgastado?

¿El rocío en las yemas de los dedos?
¿La vocación de funambulista?
¿La puntualidad en los rebotes de las piedras sobre el agua?
¿La sabia inercia de las hojas otoñales?
¿La circular danza de los espejos?
¿La alegría infinita en las alas de los colibríes?

Dime, ¿qué has sacrificado?
Dime, por qué…



12 junio 2015

Espacio




Querido diario,

Ya no dormimos juntas. Como viene siendo habitual, la decisión fue mía. A pesar de que siempre he sido una conquistadora, no puedo evitar que su enorme cuerpo lo invada todo, que todo en ella, hasta su respiración, me asfixie. Quiere que la convierta en el eje de mi existencia, en el centro de un minúsculo y despoblado sistema solar, tal es su ansia de afecto y su egolatría. En todo lo referente a mi, carece de la noción de espacio personal. Cuando estamos juntas, es como si ni siquiera el aire pudiera separarnos. Su amor es como un maldito recipiente de envasado al vacío. Mentiría si dijera que ya no la quiero (muchas veces a mi pesar), pero en mi vida nunca ha habido (e intuyo que nunca habrá) nadie más con quien poder compararla. A veces intento recuperar parcelas de individualidad irritándola o enfadándola a posta, pero parece que ni mis manías o hábitos más insoportables (como estrenar sus cosas antes de que lo haga ella o arrancar, distraída y ladinamente, trozos de sus adoradas plantas) puedan mantenerla alejada demasiado tiempo. Su rostro se tiñe de un "rojo tomate" antiestético y su voz adquiere un tono ultrasónico sólo apto para algunos oídos privilegiados, pero al poco tiempo me busca y casi puedo ver alejándose, a mucha distancia, las feas nubes del rencor. ¿Acaso no existe un sano punto medio entre el desapego y la adoración? Por mucho que yo recorte y limite, ella encuentra y trenza nuevos y desconocidos lazos. ¿Llegará otra (u otro) a su vida para que yo pueda vivir una tregua o estamos condenadas a convertirnos en un ente siamés? Lo cierto es que yo no puedo ser siamesa, ni por principios ni en ninguna de sus acepciones. En mi cartilla dice, humildemente, “gata común”.

*



09 junio 2015

You knew nothing



Tenías la luna dentada. La misma luna que anochece en mi cielo. Querías morder la manzana de la ira, pero te acariciabas, resignado, la piel de cordero. Conjugabas morder en pretérito, no sabías del velódromo de los latidos. No sabías, pero contenías bosques de pálidas selvas azules. Azul. Las mimbres de tus dedos sofocaban tu corazón desmembrado. Yo tomé, brevemente, ese corazón en forma de orquídea temprana y dibuje su forma brumosa en el techo de mi hoguera. Nada de lo que quemaba conseguía ocultarlo. Eras el ancla de mi tobillo a la tierra y al verano que ya crujen. Deslizabas besos enquistados en mi espalda para que el combate contra la vergüenza bajase de categoría. Pluma. Ahora el viento atrae otros colores a mi ventana. Las canciones comienzan marchitas en el difuso tambor del horizonte. No sabías que la fragilidad es la música de la magia y el misterio. No sabías lo profunda que era la cueva de mi voz cuando dormías. No sabías que la golondrina herida tiene vocación de incendio… 




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28 mayo 2015

Tiritas infantiles



18:06- Punto de encuentro. Comienzo de la operación Alice (conseguir intercambiar más de dos palabras con ella sin tartamudear, ganarme su gratitud, convertirme en héroe de la clase y lograr que sea mía para siempre).

18:08- Avistar a Alice con mis prismáticos a la salida de su clase de violín. Descubrir que tiene una herida en el dedo y agradecer a mi padre por incluir en mi mochila de boy scout humillantes tiritas infantiles.

18:09-  Tener preparada la copia del exámen de química, previamente birlada del despacho de la profesora, aviso de incendio mediante.

18:12- Alice es parada en mitad de la acera por Maggie “Brave” Kirkpatrick, la pelirroja con pelo de muelle.

18:15- Alice es parada en mitad de la acera por Michaela “Allora” Abbadessa, la italiana que tras 7 años en USA ya sólo recuerda los insultos.

18:25- Alice es parada en mitad de la acera por un tipo andrógino con odiosa coleta hipster al que no consigo distinguir por culpa de mis empañados prismáticos. ¿Stevie Anderson? ¿Larry Lisbon? ¿Jared Leto? ¡Maldición, es Samantha “The Hulk” Jones!

[Nota mental: Solicitar un nuevo examen ocular].

18:31- Alice se acerca al punto de encuentro, pero es parada en mitad de la acera por un repelente rubio teñido made in Disney Channel.

18:33- El pelopaja coge a Alice de la mano. Ella parece asustarse. Están lo suficientemente cerca como para poder defender su honor mediante una “Mc maniobra” sin que consiga ostiarme

[Nota mental: Tener siempre a mano el spray de pimienta anti-violaciones].

18:34- El pelopaja besa a Alice. Ella le devuelve el beso y le mete las manos en sus mullidos bolsillos traseros mientras los aprieta con fruición.

18:34’-¡Abortar misión! ¡Abortar misión!

18:35- Esconderse detrás de un arbusto mientras ambos pasan a tu lado por la acera baboseándose.

18:37- Depositar los 5 kg que contenía tu mochila en los contenedores más cercanos. Notar un alivio en la zona superior de la espalda y un malestar creciente en la zona del pecho y la entrepierna. 

18:49- Llegar a casa y comprobar que el único material que por algún motivo ha conseguido zafarse de la fracasada misión han sido las muy puñeteras tiritas infantiles.

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26 marzo 2015

La hora de la telaraña




Cuando tenía  7 años padecí una otitis machacona que me impedía dormir. Recuerdo que solía despertarme tiritando y empapada en sudor, con la aterradora sensación de que algún sádico monstruo me estaba clavando una aguja en el oído hasta atravesarme, implacable, el cráneo. Aunque unas gotas eliminaban rápidamente el dolor, me llevaba bastantes más minutos calmarme y olvidar la angustiosa y terrorífica sensación de amenaza. El monstruo, al que mi imaginación infantil había representado como un repugnante cruce viscoso entre una mantis religiosa y una araña, podía reaparecer en cualquier momento (probablemente durante la muy vulnerable duermevela), empeñado en completar, a cualquier precio, su sanguinaria misión.

Muchos años más tarde, el insomnio regresó de la mano de un despido, una ruptura amorosa y la grave enfermedad de un familiar, como una despiadada triple conjunción planetaria, que me sumió en el impasse más desolador y opresivo de mi vida. Las escasas noches en las que conseguía dormirme, solía despertar a cualquier hora de la madrugada, envuelta en una asfixiante y plomiza mezcla entre terror paralizante y tristeza aniquiladora, incapaz de volver a conciliar el sueño, por muchos (y creativos) remedios que empleara. Sin embargo, pronto descubrí que había algo que me aterraba más que el guión que cada noche pudiera idear para mí “el teatro de Morfeo”. Todas las noches, probablemente en algún momento oscilante entre las 2:00 y las 6:00 de la mañana, descubrí lo que di por llamar “la hora de la telaraña”. No importaba la actividad que estuviera realizando o el tipo de energía con la que me hubiera “recargado” el día. No había forma de preverla o evitarla. Cada noche de insomnio, mientras la humanidad entera parece entregada a una dulce, reparadora y burlona tregua de todo lo enfermizo, injusto, cruel y antinatural que, lamentablemente, hace girar el mundo, y la sensación de soledad intergaláctica es tan opresiva que tienes la sensación de haberte trasladado a un planeta con una gravedad distinta, de repente, chocas contra un falso y viscoso muro de lucidez, en el que los pensamientos más terroríficos, los dolores más punzantes o los darse cuenta más devastadores, comienzan a aflorar ininterrumpidamente en tu cabeza. Y durante unos segundos, unos minutos o, incluso, una angustiosa hora interminable, las peores hipótesis que envuelven tu vida, esas cuyas costuras habrías podido entrever, apartar o deshacer a lo largo del día, son categóricamente posibles.

Y esa certeza, paradójicamente, fue la que lo cambió todo, la que me instó a buscar o abrir a golpes ventanas y puertas en el callejón de mi impasse. Supe que debía idear urgentemente un escudo o un arma arrojadiza, ya que cuanto más tiempo estuviera expuesta a ella, cuantas más visitas le hiciera, involuntariamente, noche tras noche, más me costaría escapar o no sucumbir, de forma permanente, a la hora de la telaraña.






*

16 enero 2015

Goodbye, Mr Turner (Everything is embarrasing)





Ya no era la misma estación de tren, los últimos 7 días la habían transformado por completo. Una semana atrás, cuando fui a recibirlo, el lugar parecía el desafortunado trabajo de un mal montador y director de fotografía. El tiempo discurriría aparentemente más despacio dentro de sus paredes que en el exterior, y a lo largo de su superficie, objetos y humanos se mostraban extrañamente luminosos y desenfocados. Hoy, sin embargo, todo resulta dolorosamente nítido y gris, los viajeros dan la impresión de deslizarse sobre las ruedas de sus maletas en lugar de empujarlas y las manecillas del reloj vuelven a aniquilar, imperturbables, el tiempo.

Mr Turner y yo nos habíamos conocido un año atrás, vía Instagram. El nuestro era un intercultural cuento de hadas de la era digital que constaría de tres ciudades y 3 partes: el planteamiento en una ciudad desconocida para ambos, el nudo en su patria adoptiva y el desenlace, que cerraría el círculo, en mi ciudad.

Irónicamente, aquel anhelado último aquí y ahora se había acabado convirtiendo en un descarnado acto de masoquismo que me había impuesto como paso esencial en mi autoterapia de choque. Si no le veía marcharse en ese tren, una parte de mi seguiría aferrándose, desesperadamente, a la primera versión de aquel encuentro. O séase, a la desenfocada escena mal montada.

Le observé durante unos segundos y su perfil, a pesar de todo, denotaba una insultante serenidad. Ningún síntoma de incomodidad, tristeza o nerviosismo parecía emanar de él. Le odie por ello pero decidí romper con una maza aquel pétreo minuto de silencio.

- Esto es demasiado tópico, ¿no te parece?
- ¿El qué?
- Vernos por  última vez en una estación de tren…
- ¿Menos tópico que vernos por primera vez en otra estación?- apostilló sonriendo brevemente.
- No, pero es demasiado “romance decimonónico”. De hecho, dudo entre arrojarme debajo de un tren o arrojarte a ti en su lugar…
Alzó las cejas en su expresiva mueca característica, esa en la que el extremo interno es mucho más alto que en externo, semejando dos gruesas  líneas horizontales, como un dibujo animado.
- No es culpa mía. Podría arrollarme un avión en lugar de un tren si tu ciudad tuviera aeropuerto…
- Ya… - Excusas. A él no parecía capaz de arrollarle nada.
- Emma- añadió con marcada tristeza- El escenario es lo de menos. Esto no podría ser menos cliché. Se trata de ti y de mí…
- Tienes razón…

Un tren (su tren), irrumpió de repente, sólo que en lugar de atravesar la estación, pareció empujarla, recolocarla, trasladarla bruscamente, llevándose de un plumazo toda la rabia y agrio cinismo que había estado acumulando durante los últimos minutos.
Jason se aferró al tirador de su maleta y se levantó de su asiento, todo en un mismo y ágil movimiento. Yo, por mi parte, me mordí el labio y me puse de pie, solo que de forma pesada y vacilante, como si hubiera envejecido 50 años y la gravedad estuviera ejerciendo una presión extrañamente intensa bajo mis pies. Tenía exactamente 10 minutos para aferrarme al patético, desesperado e imposible “pudo ser”.




  
- Bueno, “Mrs Karenina”. Supongo que...
- Jason, antes de todos los formalismos y los buenos deseos, necesito decirte algo, a pesar de que te prometí y me prometí que no lo haría.
- Está bien- soltó el tirador de su maleta y fijó en mí su afilada mirada azul. Por un momento me pareció un caballero medieval que se ha desprendido temporalmente de su escudo- Te escucho.
- Sé que debería decirte que, a pesar de… este abrupto final, me alegra todo lo que hemos vivido, que probablemente aprendamos el uno del otro alguna lección básica y vital en nuestra educación sentimental y todas esas bobadas que dicen los psicólogos, pero no puedo.
- ...
- Me ha costado mucho, toda mi vida, de hecho, creer que existes y que no eres un producto de mi imaginación. Y ahora que tengo delante esa anhelada confirmación material, me piden… me pides que la olvide, que vuelva a desterrarla de mi vida y convertirla en humo. ¿Quién puede hacer eso?
-  Yo…
- Sí, lo sé, tengo que ser racional, práctica, madura, etc, etc, etc, pero no puedo simplemente darte las gracias y desearte un buen viaje. Lo único que puedo hacer es desear no haberte conocido…

Posiblemente, era el discurso más vehemente que había hecho en mi vida. Sentí que se lo había merecido. Después de todo, el penúltimo capítulo de aquel breve cuento no había sido una decisión democrática. Lo escribió él, sin consenso, el mismo tipo que ahora miraba fijamente el suelo como si contuviera la clave de algún misterio cósmico.

- Emma- su voz temblaba vagamente- Es normal y sano, que estés furiosa y frustrada. Yo también lo estoy…
- No me vengas con esas. No te hagas el puto Paulo Coelho conmigo.
- Ya lo habíamos hablado y ambos estábamos de acuerdo.
-  No. Lo decidiste tú, pretty boy. Yo simplemente accedí.
-  ¿Y por qué accediste sin comentarme nada?
- Porque una pareja son dos remeros en una maldita canoa. Si uno de los dos tira el remo, al otro no le queda más remedio que parar… o remar en círculos estúpidos.
- Así que decidiste tirar el remo…
- Exacto.
- Vivimos a miles de km, acaban de despedirme, mi padre... ya sabes… No tengo base, mi vida es un caos, no puedo comenzar ni construir nada, no tengo fuerzas. Dadas las circunstancias, es lo mejor.
- Es lo más cómodo y seguro, no sé si lo mejor.
- Es lo mejor y una broma cruel, todo al mismo tiempo.
- Ya…
- Esto me mata tanto o más que a ti, joder, pero si no puede ser, lo más inteligente para ambos será que suba a …
- ¡Basta!
- ¿El qué?
- Esa cutre justificación que pretendes que me trague es un insulto a mi inteligencia.
- ¿A qué te refieres?
- A que no eres Rick intentando convencer a Ilsa para que suba al avión por una causa mayor que ellos mismos. Subes tú por iniciativa y beneficio propios, sin reparar ni en mí ni en nadie.
- ¿Pero qué estás diciendo?
-  Admítelo, Jason. Te has dado cuenta de que esto es complicado, que requiere esfuerzo y ofrece pocas garantías y no estás dispuesto a arriesgarte. No lo niegues.
- No lo niego, pero…
- En el fondo, no eres más que un cobarde filofóbico de mierda. Un capullo romántico de cara a la galería que ni cree en el amor ni tiene valor para enfrentarse a él.

Durante unos segundos, nos envolvió el silencio y desde un extremo del huracán, reparé en sus ojos. Estaba llorando. Aquella sería la primera y la última vez que lo vería llorar. Me dolió ser la fuente de su sufrimiento, a pesar de todo.

- Eso no ha sido justo, joder… Conoces perfectamente los motivos. Sé que estás rabiosa pero no pienso justificarme por enésima vez. Tendrías que haberme soltado la bomba ayer en lugar de convertirnos en un maldito teatro de calle…
- Tal vez…
- ¿Es este el último recuerdo que quieres que tenga de lo nuestro?
- Me importa una mierda el último recuerdo que tengas de nosotros, francamente.
- ¿Por qué me escogiste, Emma?
- ¿Qué?
- ¿Que por qué yo?
- Me enamoré de ti. Neurosis compatibles, supongo.
- Exacto
- ¿Qué puñetas quieres decir?
- Que no somos tan distintos. Si te has enamorado de mí, es porque tú también eres una cobarde filofóbica, de lo contrario, te habrías chiflado por otro cuya vida no fuera un maldito desastre.
- ¿Pero qué dices? ¡Eso no es cierto!
- Si lo es. En el fondo, ambos estamos aterrados… Es nuestro patrón habitual, por eso fracasamos una y otra vez en el amor. ¿Recuerdas alguna vez en la que el desamor haya sido más rápido que el miedo? Piénsalo.

En aquel momento, la estación entera tembló bajo mis pies. Era cierto. La única diferencia entre ambos es que él era un fóbico oficial, mientras que yo me escudaba en una  especie de pasivo-agresividad autosaboteadora.

- ¿Sabes qué?- admití finalmente- Supongo que tienes razón y que esto prueba la hipótesis de que, por muy especial que creamos que ha sido lo nuestro, no somos una excepción.
- ¿A qué te refieres?
- A que Darwin sigue teniendo razón. En el fondo, tenemos miedo de ser felices, como todos los demás. Por eso nos hemos escogido.
- Puede ser… Lo siento mucho, Emma. 
- Lo sé…
- Me siento atrapado. No puedo, no sé funcionar de otra manera… Pero de todos mis fracasos, este es el más doloroso, con diferencia. Créeme- Me atrajo hacia sí.
- Mr Turner… -le golpeé en el pecho con ambos puños y, antes de darme cuenta, le había dado una bofetada con tanta fuerza que su mejilla izquierda parecía una réplica perfectamente moldeada de mi mano derecha (con anillo incluido).

Su mirada se convirtió entonces en un violento caleidoscopio de emociones y antes de que pudiera reorganizar sus colores o articular palabra, lo besé. Toda mi rabia, ternura, deseo, angustia, esperanza y dolor, contenidos en mi lengua y mis manos. Fue un beso de esos que destrozan, implacables, labios y minutos de vida, un beso bomba. Sé que me lo devolvió, que lo empujé contra la pared del tren, que su cuerpo hizo un extraño ruido sordo al golpearse contra el metal, que alguien nos devolvía, entre risas nerviosas, un comentario jocoso.

Me separé de él sin mirarlo. Jason, por su parte, se aferró a su maleta-escudo y subió rápidamente al primer vagón del tren. Tiene gracia, curiosamente, todos los hombres de los que me he enamorado insisten en viajar única y exclusivamente en el primer vagón. Nunca me había dado cuenta. ¿Ninguno sentía la curiosidad o el deseo de cambiar de número o acaso era yo quién los guiaba y no les permitía avanzar? Supongo que la lógica del miedo nos insta a pensar que el primer vagón es el más seguro en caso de descarrilamiento; además es el que ofrece la posibilidad de llegar a la puerta segundos antes que todos los demás.

Como adivinando mis pensamientos, él me miró con una desarmante melancolía y caí en la cuenta de que, en esa ocasión, la que lloraba, muy a mi pesar, era yo. Mi reflejo en el cristal, con el lipstick rojo corrido más allá de los labios, me recordó a Gong Li en 2046. Saqué un kleenex del bolso y lo restregué con fuerza sobre la boca y las mejillas, en un patético intento de extraer completamente la mancha. Sin embargo, no hubo forma. Sentí que iba a estallar de ira y frustración. Aquella imborrable mancha roja se había convertido, de repente, en una insoportable y muy visible insignia de mi propia vergüenza. Me enrabieté aún más y cuando recuperé la dignidad, él seguía en el mismo sitio, observándome. Una vez más, muchas emociones contrapuestas surcaban su armónico rostro. Grave y serio resultaba tan insultantemente guapo que deseé abofetearlo… o arrancarle la ropa, pero tuve que conformarme, únicamente, con apretar los puños hasta clavarme las uñas en la piel. Un megáfono anunció la inminente salida de la vía 2.

- Te llamaré cuando aterrice, para que sepas que no me han abducido en una secta ni he caído en una isla perdida en el Pacífico…
- Un whatsapp será más que suficiente.
- …
- …
- …
- Goodbye, Mr Turner.

Me giré y salí corriendo sin darle opción a replica. Una decisión sin consenso. En mi apresurada huida, tropecé con un activista de ACNUR que me miró resentido. Una vez más, la estación volvía a ser un lugar impreciso en el que parecía haberse detenido el tiempo, aunque, esta vez, nada resultaba extraordinario o luminoso, solo un fragmento más de una vieja y familiar película mal montada.





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