08 noviembre 2012

Aviso a los viandantes




Noto como mi tristeza

poliniza los ascensores,

las aceras,

los bancos,

las vallas publicitarias

y las yemas de todos los dedos

que alguna vez dijeron adiós.

Si te cruzas con esta

mi encanecida,

impenitente

y omniestacional tristeza,

con voluntad de yunque

y vocación de arenas movedizas,

hiberna, insensato, hiberna

… o hazme la noche.


*

07 noviembre 2012

Agradecimientos

 
 

 Debo mucho
a quienes no amo.
 
El alivio con que acepto
que son más queridos por otro.
 
La alegría de no ser yo
el lobo de sus ovejas.
 
Estoy en paz con ellos
y en libertad con ellos,
y eso el amor ni puede darlo
ni sabe tomarlo.
 
No los espero
en un ir y venir de la ventana a la puerta.
Paciente
casi como un reloj de sol
entiendo
lo que el amor no entiende;
perdono
lo que el amor jamás perdonaría.
 
Desde el encuentro hasta la carta
no pasa una eternidad,
sino simplemente unos días o semanas.
 
Los viajes con ellos siempre son un éxito,
los conciertos son escuchados,
las catedrales visitadas,
los paisajes nítidos.
Y cuando nos separan
lejanos países
son países
bien conocidos en los mapas.
 
Es gracias a ellos
que yo vivo en tres dimensiones,
en un espacio no-lírico y no-retórico,
con un horizonte real por lo móvil.
 
Ni siquiera imaginan
cuánto hay en sus manos vacías.
 
"No les debo nada",
diría el amor
sobre este tema abierto.
 
Wislawa Szymborska,  de "El gran número" 1976  

 

*
 

02 noviembre 2012

El globo




A  j
 
Siempre te has preguntado
si el globo que se escurre entre los dedos
para amarrarse el cielo
es un símbolo de tristeza o de alegría.
Aunque vivamos sometidos a la gravedad
y su constelación de mafias,
eternamente extranjeros
al arco de las palabras,
la felicidad,
incluso la que se escapa,
siempre viaja hacia arriba.
 
*
 


29 octubre 2012

Deforestaciones

 
 
La escalera 



Cada silencio,
cada relámpago, ayuno, estela o incendio
 
que jamás te dije

y jamás me dijiste
cristalizan en peldaños de la misma escalera

... en direcciones opuestas.
 
 
 


Deforestación
 
 
 
Hay un tornado
que diariamente arrasa
parcelas del bosque,
desmembrando anillos,
anulando meriendas,
horadando las venas de los ríos.
 
Me asomo a las cenizas del día
para calcular el verde restante
a través del canto de los grillos.
Si cada noche todavía hay música
no hay peligro.
 
*


16 julio 2012

A love story in ten photograms




Butterfly effect

Llegaste tarde,
tu asiento estaba ocupado.

Ya sólo podía alcanzarte el eco

y el rocío de las palabras nuevas.
Desde tu distancia perfecta de estrella alfa,

me guiñaste un ojo

y continuaste el vuelo,
descartando,

extranjero,
el radio de tu aleteo.







Invocando monstruos

¡No enciendas la luz
y esconde monstruos bajo la cama!”,

aconsejan todos.

Pero las únicas sombras que me acechan
de noche,

son tu camisa de siembra
y unas uñas

imperiosamente largas.





¡Se te escapa el tren!

“¡Se te escapa el tren!” gritaste
y corrí a la estación
estelando esas palabras
de atenta preocupación
sin reparar
en su fragilidad de cerilla.

Y, desde el vagón,
te miré y me miraste
lejano,
otoñal,
con las solapas retraídas.

Quise conservar entonces la estela intacta
llevármela hasta la orilla,
pero el tren aceleró con brusquedad,
quebrándola sobre las vías.



 
Por la espalda

Por la espalda
sólo se intuye
el ánimo de las olas,
nunca su altura
o su intensidad.
Quisimos ver la playa
pero no el mar
y la marea  
nos tomó por la espalda, de repente.

¿Sabes?
Por vez primera
no tuve miedo a nadar.



Comparando cicatrices

Esa cicatriz en tu pantorrilla,
¿cuándo fue escrita?
¿quién te la legó?
¿la han deshilado antes que yo?
¿Cuánto más será la única?



Efervescencia

A pesar de mis golpes,
aún no sabes perfilar
el moratón de tu brazo
o tu rodilla.

Niño,
cometa,
aguacero,
canción,
aunque aves migratorias
bullen bajo mi piel,
no podrás ser abril
Nunca
Todavía…






Johnny be good

Nos dijimos adiós
Inclinaste tu cuerpo
hacia delante
como si el centro de la tierra
hubiera girado unos grados
y yo fuera
la única cornisa a la que asirse.

Pero la verticalidad se impuso
y el beso salió disparado
por encima de mi cabeza,
sobrevolando el tráfico,
los árboles,
los tejados...
para dejar casquillos
en tus ojos
y tus 17 años.




Broken flowers

Como un ramo de rosas
cortado con hoz
te espero.
Desparramada por pliegues nuevos,
húmeda y sombría,
extrañando raíces,
ignorando el hecho
de que prender ya es imposible.




Pixeliscencia

En mi último cumpleaños me regalaste una foto
porque intuías que te había olvidado.
Era cierto.
Había olvidado el cristal del escaparate
donde chocaban nuestras rodillas,
yo desde dentro
tú desde fuera.

Y ahora,
actualizado
e insultantemente guapo,
te detienes de nuevo
tratando de recordar
sin éxito
el tacto de esa tirita.




Pop song

Escucho el disco
de las imposibilidades,
siempre a oscuras,
para que los hilos
de los cometas
ni lo rayen
ni lo prendan.

Pulso el repeat
sólo en tu canción.
Ya no hay síndrome de Stendhal,
pero es la única pop song.

*

19 abril 2012

Avanzando



Poesía

Si el hombre no se siente perdido,
está perdido para todo lo que acontece a los demás
y lo que a él le acontecerá.
Y perdido así escribe una carta y el sobre,
lo sella y subraya: ¡Abrir después de mi muerte!

Pero estar perdido y resistir
y tener la luna en el libro y la noche tan solo en el leer,
no saber dónde ni cómo,
no estar solo pero estar perdido,
es como si el propio dolor con alguno ajeno
engendraran un tercer corazón…




Quédate

Quédate conmigo, no me dejes,
mi vida es tan vacía
que sólo tú puedes impedir, orgullosamente humilde,
que haga más preguntas.

Quédate, no me dejes,
compadécete de mi impaciencia
que, garabateada en la bitácora de un barco de cautivos,
perdurará más allá de la eternidad.

Quédate conmigo, no me dejes,
tú no sabes del enojo ni tu enojo durará,
y ¿dónde irías, cómo te sentirías
cuando se te haya pasado?... Espera un poco, espera
espera por lo menos hasta
que llegue el cartero con cartas sólo para ti.




Escuchando un disco

(*)
Sólo hoy el doble cuarto de tono de los pájaros hace tiempo extinguidos
vive en la música de los bailes bárbaros.
Sólo hoy la difteria común de los dibujos de roca
halla gloria animal en la garganta de la ópera.
Sólo hoy tántalo o bezoar
se muestran en el bajo vientre de una antigua estatua.

Nada regresa del otro mundo. Todo está aquí.
Pero incluso el que de nosotros está ya dentro
tiene que seguir entrando siempre…




Te ha preguntado

Te ha preguntado una jovencita: ¿Qué es la poesía?
Le has querido decir: El hecho de que existes, sí, de que existes,
y que con miedo y asombro,
que son la prueba del milagro,
estoy dolorosamente celoso de la plenitud de tu belleza,
y que no te puedo besar ni puedo dormir contigo,
y que no tengo nada, y que el que nada tiene que ofrecer
debe cantar…

Pero no se lo has dicho, has guardado silencio,
y ella esta canción no la ha oído…


Vladimír Holan

*

17 abril 2012

Take Shelter



Tengo miedo de despertar tan tarde,
que se hayan muerto los gorriones
y las únicas luces que los velen
sean de semáforos.

¿Y si la primavera se arrepintiese
y guardase bajo su abultado vestido
una enana roja?
¿y si esa primavera fuese

ahora?

Antes de que se destrencen
las cuerdas,
y caigamos,
desterrados,
sobre aceite,
¿dónde me esconderías:
en la duda,
en la sordera
o en tus pesadillas?

*

27 marzo 2012

La paradoja del abstemio



Mi padre era conductor de autobuses y mi madre trabajaba ocasionalmente como costurera. Ambos murieron cuando yo tenía cinco años. No hubo testigos y nadie sabe exactamente cómo ocurrió (la policía científica debía estar en pañales por aquel entonces). Lo que si se sabe con certeza, es que, de camino a casa, su coche se salió de la calzada para precipitarse en el río. Siempre me he preguntado, estúpida y egoístamente, si yo fui su último pensamiento, si llegaron a alegrarse de que, irónicamente, aquel inoportuno catarro que había frustrado mi viaje, hubiera sido mi tabla de salvación.

De aquel día sólo recuerdo la irritación e insolente desgana hacia los guisos y las curas gripales de mi abuela. También recuerdo la pesadilla que acabaría convirtiéndose en recurrente. El edificio donde vivía se había derrumbado de forma tan estrepitosa como si hubiese sido el objetivo principal de un bombardeo. Aunque buscaba desesperadamente un rostro familiar entre la muchedumbre y las ruinas, solo una desconocida me tomaba de la mano, asegurándome, compasiva pero tajante, que aquella tragedia había sido inevitable.

Premonitoriamente, mientras yo tenía aquel sueño, encontraron a mis padres, abrazados y azules, en el fondo del río. Fue un shock para todo el pueblo e, incluso, al día siguiente salieron en las noticias nacionales. Mi tío Victor, la última persona que los vio con vida, aseguró que mi padre sólo había bebido unos tragos. Dijeron que estaba sobrio cuando hizo esa declaración, pero también aseguraban que mi padre era un excelente conductor borracho.




Desde el accidente me fui a vivir con tío Victor y tía Sandra. Ella era una de esas mujeres complacientes, taciturnas y algo melodramáticas a las que la alegría innata se le había desgastado con el tiempo, como una cerilla cuya cabeza ha sido frotada contra demasiadas superficies rugosas. Sin embargo, aún había destellos en Sandra. Poseía un insólito sentido del humor negro que hacía las delicias de sus huéspedes y que sólo exhibía ocasionalmente, como la vajilla buena. De niño, cuando todo se dividía en policías buenos y malos, estaba convencido de que habría sido una mujer inmensamente feliz de no haberse casado con mi tío.

Hasta la muerte de mis padres Victor había sido mi miembro preferido de la familia. Cada vez que me visitaba, jugaba conmigo con el mismo abandono y entrega que si fuera otro niño. Me costaba verlo como a un adulto que se levanta demasiado temprano y pasa ocho horas en la responsabilidad y diligencia más absolutas. Los vecinos también tenían debilidad por él. Además de un payaso nato, era el típico ayudador que siempre está dispuesto a echar una mano a los demás, bien fuera haciendo una chapucilla o asistiendo a un anciano. Sin embargo, a pesar de todos los momentos luminosos de la primera parte de mi infancia y de los malos y ambivalentes que la precedieron, aún hoy, lo que más recuerdo de él, fue el día en el que comencé a odiarle.




Era mi séptima nochebuena. El duelo coleteaba impunemente y era el único momento del año en el que me comportaba de forma absolutamente bipolar. De sentirme profundamente miserable, desorientado y culpable, pasaba a la euforia contagiosa de parque de atracciones. Aquella noche mi tío llegó tarde, ebrio y tambaleándose casi dignamente. Como ya conocía la verdadera identidad de Santa Claus, le pregunté por mi regalo en el mismo tono afectado que un presentador de concurso. Entonces se levantó y, con una sonrisa cheshiriana, me llevó hasta su habitación con la promesa de un obsequio. Traté de contener mi impaciencia infantil mientras él se desplomaba en la cama. Sólo cuando comenzó a quitarse las botas, señaló los tres cajones de su cómoda y me preguntó “¿en que cajón crees que está?”. Señalé que en el tercero, pero, al abrirlo, sólo reveló ropa interior. Irritado, me dirigí a un primer cajón que, finalmente, acabaría estando lleno sólo de pastillas, joyas y productos de tocador. Conteniendo el aliento, abrí el segundo, el definitivo, y me zambullí con presteza en un mar multicolor de calcetines. Recuerdo que los fui sacando uno a uno y que con cada nuevo par mi cuerpecito iba mutando de la incredulidad a la ira, hasta que, finalmente, re rindió al abatimiento de la derrota. Cuando me giré y le observé, con toda la decepción y rabia de que fui capaz, no encontré emoción en su rostro. Sonreía pero sólo lo hacía con la boca exageradamente abierta, como si fuera un viejo túnel por donde nunca pasan coches. Sus ojos estaban en otra parte, hundidos en algún abismo íntimo y personal. Y entonces supe, con la luminosa clarividencia de los momentos traumáticos, que nunca podría contar con él.  

 
Fragmento de La paradoja del abstemio.


*

12 marzo 2012

Chocolate



La seguí sin darme cuenta. Una silueta familiar descubierta al fondo del vagón, ajena a todo lo que no fuera el desfilar de las paradas y el radio de sus propios pensamientos. Al salir de la estación, tomé la estela de su abrigo, tal vez por curiosidad, tal vez porque aún no era tarde y deseaba retrasar el regreso a mi exiguo apartamento. Ni siquiera me planteé cómo reaccionaría al descubrirme, ni la dimensión de la posible coartada. La seguí. Fueron un par de manzanas, tal vez un poco más. Aquel abrigo no miraba los escaparates ni las luces recién estrenadas de navidad, simplemente caminaba con la determinación de quien sabe de dónde proceden sus pasos.

Se detuvo ante una pequeña tienda de chocolates. La puerta se abrió oportunamente invitándola y entró. La observé desde una distancia prudencial. Una sonrisa, un intercambio, otra sonrisa y salió. No fui suficientemente rápido (quizá no quise serlo). La caída del día no logró maquillar ni su sorpresa ni mi culpa. “Veo que sigues siendo adicta al chocolate”. Excusas. Habían pasado 10 años desde otra callejuela estrecha bañada por la lluvia y el eco de una maldición. Me estudió. La impresión en su rostro se dibujó en la mitad de tiempo que tarda en llegar el sol a la tierra. Cuatro segundos. Yo, sin embargo, me embarqué en un viaje completo. “Estás preciosa” mentí. No, me mentía a mi mismo. Estaba preciosa. Aún. Era casi ella salvo por los ojos. Parecían más apagados y hundidos, como si algo, desde su interior, los fuera absorbiendo y aniquilando lentamente. Solía decirme (y no se equivocaba) que solo las personas muy felices o las muy tristes comienzan a envejecer por los ojos, aunque por motivos opuestos. Quise intuir a qué grupo pertenecía ella. Minutos después supe que no me había equivocado.




Fuimos al primer bar que encontramos y pedimos dos tés. Tenía algo de prisa y, sin quitarse el abrigo, me enumeró su largo currículum de causalidades. Apenas la interrumpí. Disfrutaba observándola gesticular enfáticamente, como si su afán de síntesis equivaliera a expresarse en un idioma extranjero. Encanto, tenacidad e inteligencia. Las tres palabras que mejor la definían permanecían imbatibles en mi lista de adjetivos.
Sonreí tratando de enmascarar la nostalgia con la alegría del reencuentro. Su discurso me llegaba intermitente mientras trataba de adivinar los cambios de una década en su cuerpo desnudo. La lengua, sin embargo, me traicionó en el primer sorbo. (Había olvidado soplar). Llegó mi turno. No mentí pero tampoco expuse más que un tercio de la verdad. Pensaba en la posibilidad de no volver a mi apartamento vacío, de abrir la puerta y toparme con uno nuevo, más extraño que familiar. Otro. Sentí un impulso irrefrenable de fumar y recordé que cuando y donde estaba ya no podía hacerlo. 2012. ¿Aún la deseaba? Si. No. Tal vez. ¿Aún la amaba? No. Sí. Quizá. Solía llamarla Hitchcock blonde. Mente, instinto y corazón siempre estaban en ámbar. Si la mitad del cerebro de los delfines permanece alerta cuando duermen, ella tampoco abandona nunca su torre de mando. Demasiados tiburones.




A menudo nos enamoramos de alguien, básicamente, por la estúpida sinrazón de creer que podemos cambiarlo, actualizarlo como si se tratara un programa informático. ¡Maldito Pigmalión! Hay quien opina que siempre hay un Neil Armstrong que llega donde nunca ha pisado ningún otro. De ser así, yo conservo todas las banderas en mi cuerpo pero no tengo vocación de explorador. Intuir el volcán es una cosa, escalar su falda, sin embargo, otra muy distinta.

Repentinamente algo crujió y una bolsa de papel fue extraída de su bolso, junto con mis pensamientos. El chocolate compensará la amargura del té demasiado reposado, señaló, y me ofreció un bombón que no quise aceptar. Después mordió un bocado, cerró los ojos y su rostro comenzó a transformarse y suavizarse a medida que lo paladeaba. Sé que el atardecer, el bar y yo desaparecimos súbitamente, que durante unos breves segundos, aquel diminuto trozo de chocolate y su avidez fueron un caleidoscopio sensorial que la transportaba a otra parte. Y es que diez años después nada había cambiado. Las comisuras de sus labios se mancharon (como entonces) y tuve que reprimirme para no inclinarme y lamerlos (como siempre). Comiendo chocolate parecía una mezcla entre Pollyana y Lolita. Me asaltó entonces un ridículo y trasnochado ataque de celos. Nunca había conseguido entenderlo. El chocolate llegaba donde no alcanzaban ni la música, ni el amor, ni la alegría, ni el sexo. ¿Por qué sólo él la empujaba al completo abandono?

*
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