10 agosto 2014

Sonrisa eclipse




“Lo vi sonreír con su ternura inimaginable. Demasiada sonrisa para quien llevó tantos años su herida por donde sólo llovía sal”.

Alejandra Pizarnik


La primera vez que lo vi sonreír fue a través de las viejas fotos de una pionera red social que ya nadie utiliza. Toparse con el álbum de los primeros veinticinco años de vida de un ser querido, flotando a la deriva en el abigarrado mal del ciberespacio, hoy día debe producir una emoción similar a la de encontrar una botella con mensaje en la orilla de una playa o desenterrar, por casualidad, una olvidada cápsula del tiempo.

Hay sonrisas a las que denomino eclipse, no porque oculten la luz de la persona que las posee, sino porque, por unos breves instantes, son capaces de cubrir completamente su oscuridad. Jim poseía una de esas sonrisas. A pesar de ser el tipo más melancólico que he conocido jamás (o tal vez por ese motivo), ocasionalmente estallaba en una contagiosa sonrisa armónica coronada por unos dientes perfectos, no exenta de serenidad y ternura.  

La diferencia entre una sonrisa feliz y una sonrisa eclipse es que la primera nunca deslumbra o desarma, sólo subraya lo que ya existe. Sin embargo, lo que hace verdaderamente especial a la sonrisa eclipse, es su hermosa fugacidad, su vocación de usurpadora de desdichas, su condición de milagro. Casi nunca nos damos cuenta, pero, muy a menudo, las sonrisas más bonitas vienen de las personas más tristes y solitarias.



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