Cuando
tenía 7 años padecí una otitis machacona
que me impedía dormir. Recuerdo que solía despertarme tiritando y empapada en
sudor, con la aterradora sensación de que algún sádico monstruo me estaba
clavando una aguja en el oído hasta atravesarme, implacable, el cráneo. Aunque
unas gotas eliminaban rápidamente el dolor, me llevaba bastantes más minutos
calmarme y olvidar la angustiosa y terrorífica sensación de amenaza. El
monstruo, al que mi imaginación infantil había representado como un repugnante
cruce viscoso entre una mantis religiosa y una araña, podía reaparecer en
cualquier momento (probablemente durante la muy vulnerable duermevela),
empeñado en completar, a cualquier precio, su sanguinaria misión.
Muchos
años más tarde, el insomnio regresó de la mano de un despido, una ruptura
amorosa y la grave enfermedad de un familiar, como una despiadada triple
conjunción planetaria, que me sumió en el impasse más desolador y opresivo de
mi vida. Las escasas noches en las que conseguía dormirme, solía despertar a
cualquier hora de la madrugada, envuelta en una asfixiante y plomiza mezcla
entre terror paralizante y tristeza aniquiladora, incapaz de volver a conciliar
el sueño, por muchos (y creativos) remedios que empleara. Sin embargo, pronto
descubrí que había algo que me aterraba más que el guión que cada noche pudiera
idear para mí “el teatro de Morfeo”. Todas las noches, probablemente en algún
momento oscilante entre las 2:00 y las 6:00 de la mañana, descubrí lo que di
por llamar “la hora de la telaraña”. No importaba la actividad que estuviera
realizando o el tipo de energía con la que me hubiera “recargado” el día. No
había forma de preverla o evitarla. Cada noche de insomnio, mientras la
humanidad entera parece entregada a una dulce, reparadora y burlona tregua de
todo lo enfermizo, injusto, cruel y antinatural que, lamentablemente, hace
girar el mundo, y la sensación de soledad intergaláctica es tan opresiva que
tienes la sensación de haberte trasladado a un planeta con una gravedad
distinta, de repente, chocas contra un falso y viscoso muro de lucidez, en el
que los pensamientos más terroríficos, los dolores más punzantes o los darse
cuenta más devastadores, comienzan a aflorar ininterrumpidamente en tu cabeza. Y
durante unos segundos, unos minutos o, incluso, una angustiosa hora
interminable, las peores hipótesis que envuelven tu vida, esas cuyas costuras
habrías podido entrever, apartar o deshacer a lo largo del día, son categóricamente
posibles.
Y
esa certeza, paradójicamente, fue la que
lo cambió todo, la que me instó a buscar o abrir a golpes ventanas y puertas en
el callejón de mi impasse. Supe que debía idear urgentemente un escudo o un arma
arrojadiza, ya que cuanto más tiempo estuviera expuesta a ella, cuantas más
visitas le hiciera, involuntariamente, noche tras noche, más me costaría
escapar o no sucumbir, de forma permanente, a la hora de la telaraña.
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