27 marzo 2012

La paradoja del abstemio



Mi padre era conductor de autobuses y mi madre trabajaba ocasionalmente como costurera. Ambos murieron cuando yo tenía cinco años. No hubo testigos y nadie sabe exactamente cómo ocurrió (la policía científica debía estar en pañales por aquel entonces). Lo que si se sabe con certeza, es que, de camino a casa, su coche se salió de la calzada para precipitarse en el río. Siempre me he preguntado, estúpida y egoístamente, si yo fui su último pensamiento, si llegaron a alegrarse de que, irónicamente, aquel inoportuno catarro que había frustrado mi viaje, hubiera sido mi tabla de salvación.

De aquel día sólo recuerdo la irritación e insolente desgana hacia los guisos y las curas gripales de mi abuela. También recuerdo la pesadilla que acabaría convirtiéndose en recurrente. El edificio donde vivía se había derrumbado de forma tan estrepitosa como si hubiese sido el objetivo principal de un bombardeo. Aunque buscaba desesperadamente un rostro familiar entre la muchedumbre y las ruinas, solo una desconocida me tomaba de la mano, asegurándome, compasiva pero tajante, que aquella tragedia había sido inevitable.

Premonitoriamente, mientras yo tenía aquel sueño, encontraron a mis padres, abrazados y azules, en el fondo del río. Fue un shock para todo el pueblo e, incluso, al día siguiente salieron en las noticias nacionales. Mi tío Victor, la última persona que los vio con vida, aseguró que mi padre sólo había bebido unos tragos. Dijeron que estaba sobrio cuando hizo esa declaración, pero también aseguraban que mi padre era un excelente conductor borracho.




Desde el accidente me fui a vivir con tío Victor y tía Sandra. Ella era una de esas mujeres complacientes, taciturnas y algo melodramáticas a las que la alegría innata se le había desgastado con el tiempo, como una cerilla cuya cabeza ha sido frotada contra demasiadas superficies rugosas. Sin embargo, aún había destellos en Sandra. Poseía un insólito sentido del humor negro que hacía las delicias de sus huéspedes y que sólo exhibía ocasionalmente, como la vajilla buena. De niño, cuando todo se dividía en policías buenos y malos, estaba convencido de que habría sido una mujer inmensamente feliz de no haberse casado con mi tío.

Hasta la muerte de mis padres Victor había sido mi miembro preferido de la familia. Cada vez que me visitaba, jugaba conmigo con el mismo abandono y entrega que si fuera otro niño. Me costaba verlo como a un adulto que se levanta demasiado temprano y pasa ocho horas en la responsabilidad y diligencia más absolutas. Los vecinos también tenían debilidad por él. Además de un payaso nato, era el típico ayudador que siempre está dispuesto a echar una mano a los demás, bien fuera haciendo una chapucilla o asistiendo a un anciano. Sin embargo, a pesar de todos los momentos luminosos de la primera parte de mi infancia y de los malos y ambivalentes que la precedieron, aún hoy, lo que más recuerdo de él, fue el día en el que comencé a odiarle.




Era mi séptima nochebuena. El duelo coleteaba impunemente y era el único momento del año en el que me comportaba de forma absolutamente bipolar. De sentirme profundamente miserable, desorientado y culpable, pasaba a la euforia contagiosa de parque de atracciones. Aquella noche mi tío llegó tarde, ebrio y tambaleándose casi dignamente. Como ya conocía la verdadera identidad de Santa Claus, le pregunté por mi regalo en el mismo tono afectado que un presentador de concurso. Entonces se levantó y, con una sonrisa cheshiriana, me llevó hasta su habitación con la promesa de un obsequio. Traté de contener mi impaciencia infantil mientras él se desplomaba en la cama. Sólo cuando comenzó a quitarse las botas, señaló los tres cajones de su cómoda y me preguntó “¿en que cajón crees que está?”. Señalé que en el tercero, pero, al abrirlo, sólo reveló ropa interior. Irritado, me dirigí a un primer cajón que, finalmente, acabaría estando lleno sólo de pastillas, joyas y productos de tocador. Conteniendo el aliento, abrí el segundo, el definitivo, y me zambullí con presteza en un mar multicolor de calcetines. Recuerdo que los fui sacando uno a uno y que con cada nuevo par mi cuerpecito iba mutando de la incredulidad a la ira, hasta que, finalmente, re rindió al abatimiento de la derrota. Cuando me giré y le observé, con toda la decepción y rabia de que fui capaz, no encontré emoción en su rostro. Sonreía pero sólo lo hacía con la boca exageradamente abierta, como si fuera un viejo túnel por donde nunca pasan coches. Sus ojos estaban en otra parte, hundidos en algún abismo íntimo y personal. Y entonces supe, con la luminosa clarividencia de los momentos traumáticos, que nunca podría contar con él.  

 
Fragmento de La paradoja del abstemio.


*

12 marzo 2012

Chocolate



La seguí sin darme cuenta. Una silueta familiar descubierta al fondo del vagón, ajena a todo lo que no fuera el desfilar de las paradas y el radio de sus propios pensamientos. Al salir de la estación, tomé la estela de su abrigo, tal vez por curiosidad, tal vez porque aún no era tarde y deseaba retrasar el regreso a mi exiguo apartamento. Ni siquiera me planteé cómo reaccionaría al descubrirme, ni la dimensión de la posible coartada. La seguí. Fueron un par de manzanas, tal vez un poco más. Aquel abrigo no miraba los escaparates ni las luces recién estrenadas de navidad, simplemente caminaba con la determinación de quien sabe de dónde proceden sus pasos.

Se detuvo ante una pequeña tienda de chocolates. La puerta se abrió oportunamente invitándola y entró. La observé desde una distancia prudencial. Una sonrisa, un intercambio, otra sonrisa y salió. No fui suficientemente rápido (quizá no quise serlo). La caída del día no logró maquillar ni su sorpresa ni mi culpa. “Veo que sigues siendo adicta al chocolate”. Excusas. Habían pasado 10 años desde otra callejuela estrecha bañada por la lluvia y el eco de una maldición. Me estudió. La impresión en su rostro se dibujó en la mitad de tiempo que tarda en llegar el sol a la tierra. Cuatro segundos. Yo, sin embargo, me embarqué en un viaje completo. “Estás preciosa” mentí. No, me mentía a mi mismo. Estaba preciosa. Aún. Era casi ella salvo por los ojos. Parecían más apagados y hundidos, como si algo, desde su interior, los fuera absorbiendo y aniquilando lentamente. Solía decirme (y no se equivocaba) que solo las personas muy felices o las muy tristes comienzan a envejecer por los ojos, aunque por motivos opuestos. Quise intuir a qué grupo pertenecía ella. Minutos después supe que no me había equivocado.




Fuimos al primer bar que encontramos y pedimos dos tés. Tenía algo de prisa y, sin quitarse el abrigo, me enumeró su largo currículum de causalidades. Apenas la interrumpí. Disfrutaba observándola gesticular enfáticamente, como si su afán de síntesis equivaliera a expresarse en un idioma extranjero. Encanto, tenacidad e inteligencia. Las tres palabras que mejor la definían permanecían imbatibles en mi lista de adjetivos.
Sonreí tratando de enmascarar la nostalgia con la alegría del reencuentro. Su discurso me llegaba intermitente mientras trataba de adivinar los cambios de una década en su cuerpo desnudo. La lengua, sin embargo, me traicionó en el primer sorbo. (Había olvidado soplar). Llegó mi turno. No mentí pero tampoco expuse más que un tercio de la verdad. Pensaba en la posibilidad de no volver a mi apartamento vacío, de abrir la puerta y toparme con uno nuevo, más extraño que familiar. Otro. Sentí un impulso irrefrenable de fumar y recordé que cuando y donde estaba ya no podía hacerlo. 2012. ¿Aún la deseaba? Si. No. Tal vez. ¿Aún la amaba? No. Sí. Quizá. Solía llamarla Hitchcock blonde. Mente, instinto y corazón siempre estaban en ámbar. Si la mitad del cerebro de los delfines permanece alerta cuando duermen, ella tampoco abandona nunca su torre de mando. Demasiados tiburones.




A menudo nos enamoramos de alguien, básicamente, por la estúpida sinrazón de creer que podemos cambiarlo, actualizarlo como si se tratara un programa informático. ¡Maldito Pigmalión! Hay quien opina que siempre hay un Neil Armstrong que llega donde nunca ha pisado ningún otro. De ser así, yo conservo todas las banderas en mi cuerpo pero no tengo vocación de explorador. Intuir el volcán es una cosa, escalar su falda, sin embargo, otra muy distinta.

Repentinamente algo crujió y una bolsa de papel fue extraída de su bolso, junto con mis pensamientos. El chocolate compensará la amargura del té demasiado reposado, señaló, y me ofreció un bombón que no quise aceptar. Después mordió un bocado, cerró los ojos y su rostro comenzó a transformarse y suavizarse a medida que lo paladeaba. Sé que el atardecer, el bar y yo desaparecimos súbitamente, que durante unos breves segundos, aquel diminuto trozo de chocolate y su avidez fueron un caleidoscopio sensorial que la transportaba a otra parte. Y es que diez años después nada había cambiado. Las comisuras de sus labios se mancharon (como entonces) y tuve que reprimirme para no inclinarme y lamerlos (como siempre). Comiendo chocolate parecía una mezcla entre Pollyana y Lolita. Me asaltó entonces un ridículo y trasnochado ataque de celos. Nunca había conseguido entenderlo. El chocolate llegaba donde no alcanzaban ni la música, ni el amor, ni la alegría, ni el sexo. ¿Por qué sólo él la empujaba al completo abandono?

*

04 marzo 2012

Shame



I

No consigo traducirme los latidos.
Hay un estribillo, lo sé,
Pegadizo,
acelerado.
Un tamborilear.
Es como si un ciempiés me recorriera,
frenética y compulsivamente,
hasta chocar consigo mismo.

Las manos tenían memoria
caían como las abejas y las hojas
y sucedían.
Debe haber, en Australia,
(o algún rincón de Oceanía),
un instrumento
que desafine hoy.


II

Completarse,
rescatar al león del omoplato,
desgarrar la cortina y el misterio
inextricable de los dados…

No sé cuantos multiversos bastarían
ni si los espejos serán alumnos sólo de invierno.
Cada noche, la vergüenza,
levanta su mirada de alas recién estrenadas
y suspira

¿hoy también cenarás ceniza?

*

01 marzo 2012

Bajo las sábanas



Resulta absurdo e infantil, pero sólo conozco 3 formas de sentirme realmente a salvo del mundo: ser abrazado por alguien a quien quiero, entrar dentro de otra persona y estirar cardinalmente las sábanas hasta cubrirme por completo. Siendo enfermero, puedo asegurar, sin temor a equivocarme, que la tercera opción es el autoengaño más indulgente y universal. Desde el niño que se escuda de monstruos y fantasmas hasta el adulto que desearía desaparecer a lo gran Houdini, saben que un trozo de tela nunca alcanzará ningún sur; sin embargo, deciden adentrarse bajo ese escondrijo artificial porque su equilibrio está compuesto de finas capas superpuestas y, a veces, una sábana es lo único que los mantiene de una pieza hasta que el pegamento haga efecto la mañana siguiente.

Un enfermero es lo más parecido a un hombre invisible. Tiene carta blanca para entrar y salir a su antojo de los momentos más vulnerables e íntimos de la gente. Me gusta el turno de noche porque me da la oportunidad de ver detrás de las caretas de los demás, espontanea e indiscriminadamente, sin resultar intrusivo.
La gente no se relaja cuando duerme: se deja estar. Hay rostros que se abandonan al descanso, a la noche, a todo lo que han sido, y se muestran en su yo primero, no sólo mucho más jóvenes, sino aniñados incluso. Sin embargo, otras caras se endurecen y se avejentan, apretando las mandíbulas y concentrando en ellas la frustración, la furia y la pena, como si su día fuera una manzana que, por algún motivo, no pudieran tragar.

*

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