01 enero 2018

Petricor *




¿Sabes qué es lo que  más recuerdo de ti?

Aquella tarde llegaste a casa empapado. Sonó el timbre y abrí la puerta, extrañada, mientras caía en la cuenta de que tus llaves y tu paraguas descansaban juntos y abandonados sobre la misma silla. No tuve tiempo de abroncarte, una vez más, por tu mala memoria. Te sacudiste el pelo en un gesto perruno y estallé en risas. “¡Pero mira cómo vas!”. Tomándote de la mano, con mi terca impaciencia habitual, te llevé al baño mientras enumerabas la familiar lista de incompatibilidades de viajar en bicicleta bajo la lluvia. Una vez allí, te quedaste quietecito, embelesado, como un niño obediente, mientras yo, reprimiendo la risa y el deseo, casi maternalmente, te iba quitando la ropa. Después de secarte, la toalla acabó impregnada de una irresistible mezcla de presagio de rayos, tierra seca mojada, aire limpio y tu olor.

Ya vestido, aún tenías el cabello mojado y revuelto. Sonreí.  “Déjame que te seque el pelo”. Nunca lo había hecho antes (solías ser tú quien, ocasionalmente, me lo secaba a mí). Dos minutos y estallaste en carcajadas, asegurando que el cable te hacía cosquillas en la cara. “¡Serás bobo!”. Te tiraste al suelo, sin parar de reír, y me arrastraste en tu ataque de resistencia infantil. Desde la fría baldosa, el secador, aún encendido, nos apuntaba como un arma implacable. Lo recogí y trepé sobre ti, conquistando tus caderas. “¡Ríndete!”, ordené mientras te apuntaba a la cara con un chorro “lava volcánica”. “¡Jamás!” gritaste. Y me besaste, y pocos minutos más tarde, volví a quitarte la ropa.

Después, me resumiste el día con tu entusiasmo incombustible, sentado en lo que tu llamabas “estilo japonés”, mientras sujetabas tu taza de Earl Grey con una mano y una pierna medio flexionada con la otra. El verbo te resultaba insuficiente, necesitabas hablar con todo tu cuerpo y yo adoraba escucharte, observar la apasionada expresividad de unas manos que siempre parecían tener vida propia. Solías hacer el esfuerzo de expresarte en mi lengua materna porque yo era una nulidad con los idiomas. En ocasiones, al atascarte gramaticalmente o no recordar una palabra, apretabas delicadamente los dedos de una mano contra los labios. Un gesto infantil a medio camino entre la vergüenza y la impaciencia que me derretía. Y nunca supe por quién sentir más envidia: si por tus manos o por tu boca.

Es curioso que ahora, muchas lunas después del final, a pesar de todos los pesares (y pasares), el recuerdo del olor de tu piel mojada aquella tarde sigue eclipsando al rencor, a la ira, a la amargura, al desamor, al tiempo…




* El sustantivo petricor, (del griego petros “piedra” e ikhôr, “componente etéreo”), significa aquel “olor que acompaña a la primera lluvia después de un período de sequía”. Es “el olor que desprende la lluvia al caer en suelo seco”.


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