24 octubre 2010

La paradoja Peretti



Llegar 7 minutos tarde al trabajo no era su mejor tiempo, pero sí una marca considerable.
Por primera vez en su vida y sin que sirviera de precedente, desechó la manida excusa del trafico y decidió enfrentarse a su jefe con total honestidad. Sin embargo, al verlo cruzar la puerta de la oficina, la cara de disgusto de su superior fue aún más acusada de lo que había previsto. Sus palabras no contribuyeron, precisamente, a tranquilizarlo: Peretti. Mi despacho. Ahora.

Cuando 23 minutos después salió disparado de la oficina, de la planta e, incluso, del edificio, Peretti seguía convencido de que le habían gastado una broma de muy mal gusto.

- Es usted demasiado mayor para trabajar aquí
- ¡Pero si sólo tengo 41 años!
- De eso nada, tiene 71. Se jubiló prematuramente hace 9 años con la excusa del burn-out y en recursos humanos casi nadie le recuerda. Tiene suerte de que tenga buena memoria, Peretti
- ¿Pero de que puñetas me está hablando?
- De que probablemente tenga síntomas de senilidad y crea que sigue trabajando para nosotros, pero se equivoca

Aunque Peretti hizo gala de todo su arsenal de lógica y pruebas identificatorias, nadie en toda la oficina fue capaz de creerlo. Todos, desde su jefe hasta sus compañeros, pasando por los recaderos polacos, le miraban con una extraña mezcla de condescendencia, lástima y desprecio. Y ya que la tiranía de la mayoría se había impuesto (incluso en un macarrónico “polacañol”), no le quedó más remedio que desistir.

Treinta minutos más tarde ahogaba su incredulidad y desesperación en una cerveza moderadamente fría. La camarera, tomándolo por un potencial alcohólico-kamikaze, calculó que sería una larga y productiva mañana.
Peretti, aferrado a la posibilidad de que su despertador nunca hubiera sonado y que todo fuera un mal sueño, escapó momentáneamente de sus rumias para recrearse en el muy apetecible trasero de la camarera. Ella, perfectamente consciente de aquella repentina subida de testosterona, contraatacó:

- ¿Mal día, eh?
- Habría que inventar una nueva palabra para describirlo. Surrealista se queda corta y...
- ¿No deberías estar en clase?- interrumpió
- ¿Cómo? ¿¡En clase!? Esta si que es buena. Si me has tomado por uno de tus profesores, niña, te equivocas
- Muy gracioso. Me refería a que tu deberías estar en clase como alumno, niño

Peretti palideció visiblemente, pero trató de disimularlo

- Oye, si lo de quitarme años es una estrategia peloteril para conseguir que consuma más, no va a funcionar. Y hoy menos que nunca
- Venga, ¿qué tienes? ¿18?¿20? Soy muy mala para echar años, especialmente, en esas edades tan tiernas...

Y en ese preciso momento, el huracán Peretti estalló. Cuando había convencido a los individuos de un radio de 50 metros que semejante explosión de furia sólo podía pertenecer a un histérico-paranoide, un repentino dolor en el brazo derecho interrumpió precipitadamente su discurso.

Lo siguiente que Peretti escuchó desde su limbo semi-inconsciente, fueron las confundidas voces de los enfermeros de la ambulancia.

- Yo le echo unos 50
- Pues su DNI dice que tiene 41 primaveras
- ¡Joder, pues que mal se conserva!. No me extraña que le haya dado un achuchón...

Peretti, repentinamente espabilado por aquel nuevo izquierdazo, intentó contestar, pero su pulso volvió a acelerarse hasta dejarle K.O. durante unos buenos 30 minutos.

15 tests negativos, 5 horas y 27 minutos más tarde, salía del hospital firmemente convencido de ser el protagonista de la nueva versión de Atrapado en el tiempo o El show de Truman. Posiblemente, ambas al mismo tiempo.

Sólo le quedaba una cosa por hacer antes de ceder a la locura colectiva; ir directamente a la fuente más fiable del mundo: su madre. Entonces, recordó que estaba de viaje por las islas griegas con su grupo del Imserso. Como segunda opción, llamó a su mejor amigo, pero tras comprobar repetidamente que su móvil estaba apagado/fuera de cobertura, recurrió, con frustración, a la tercera persona que mejor lo conocía en el mundo (u opción de emergencia número 3) su ex novia.

Inicialmente reacia a cualquier intercambio verbal y tremendamente distante y seca, la mujer aprovechó esta singular ocasión para transmitirle su particular “cosas que nunca te dije” antes de colgar bruscamente:

“Vivir contigo era como estar sentada en una estación sin saber cómo ni cuando iba a llegar el tren. Cada vez que la vida apretaba el botón de play o de ff en nuestra relación, aparecía ese adolescente hosco y temperamental que se sentía superado por el “nosotros”. En cambio, cuando viajábamos, hablábamos de política, de arquitectura, o de arte, era un hombre maduro el que ocupaba el puesto. Y había más, muchos más hombres empujándome a una especie de... poligamia oscilante. Aunque lo más desquiciante de todo, era que ninguno se quedaba demasiado y no había ningún horario de visitas al que aferrarse. ¡Era imposible vivir con varios hombres a la vez!”.

Aquel monologo fue más de lo que pudo soportar. Destrozado y cada vez más confundido, sintió el impulso irrefrenable de escapar de todo y de todos. Caminó sin rumbo aparente durante horas, hasta llegar a un parque que solía visitar en su infancia. Sentado en un banco mientras observaba jugar a los niños, Peretti fue abducido por un repentino ataque de nostalgia. Recordó a su difunto padre y la complicidad de sus mañanas de domingo, cuando ambos se sentaban en ese mismo parque a atiborrarse de chucherías, para luego comer frugalmente (o nada en absoluto) a la hora de la comida, a pesar de la exasperación in crescendo de su madre.
No le había echado tanto de menos desde que murió, hacía casi 30 años.

Y entonces, comenzó a llorar como no había llorado en toda su vida: doblado en postura fetal, la única en la que se puede llorar y dormir con total abandono. Una niña, conmovida, se acercó hacia él.

- Si dejas de gimotear, te invito al tiovivo
- ¿Qué?
- Tengo dos viajes. Mis padres siempre me lo compran todo a pares, ellos sabrán porqué...
- Eres muy amable, pequeña, pero creo que ya estoy mayorcito para esa atracción

La niña comenzó a reír con una risa tan cristalina, que lo desarmó. Echó sus largas trenzas hacia atrás, le apuntó con el dedo índice y espetó:

- Tú tienes 7 u 8 años como mucho, ¡no me engañes!

Y sin darle tiempo a replicar, lo arrastró de la mano hasta el carrusel para sentarlo en un elefante azul mientras ella se acomodaba en un caballito de mar.
La música estalló y la atracción comenzó a girar. Peretti, más allá de la incredulidad, la angustia y la frustración, observaba dar vueltas y más vueltas a todo lo que le rodeaba. Durante unos segundos, peleó con la nausea y el desproporcionado tamaño de sus piernas, hasta que se dio cuenta, con asombro, de que era él y no el tiovivo, lo que giraba sobre sí mismo hacia delante y hacia atrás, una y otra vez. Y supo, con inquietud y alivio al mismo tiempo, que en cualquier momento la música dejaría de sonar, dejándolo, provisionalmente, en un punto indeterminado de ese círculo...

15 octubre 2010

Lo que se puede guardar en un pañuelo



Mientras el cliente repetía por segunda vez “¡No tengo todo el día, joven!”, la dependienta pensaba que aquello iría directamente a su cuaderno de anécdotas.
Tan sólo dos minutos antes, un hombre mayor, impecablemente trajeado, había extendido sobre el mostrador un pañuelo de bolsillo que contenía 13 piezas de lo que originalmente había sido un teléfono móvil.

- Se cayó en plena carretera y un par de coches le han pasado por encima. ¿Puede arreglarlo?- increpó
- Bueno, pues...
- ¡Puede tocarlo, criatura! ¡No está usado!- insistió.

La chica, con toda la paciencia de que fue capaz, le explicó que en ese caso concreto, lo más práctico y económico sería comprar uno nuevo, pero el anciano la interrumpió antes de terminar la frase:

- El dinero no es un problema. Hagan lo que tengan que hacer.
- Señor, si lo que necesita es un móvil urgentemente, estoy segura de que cualquiera de los modelos que tenemos...
- No se impaciente. Ya le compraré uno de sus malditos trastos, pero ustedes arréglenme este.

La dependienta frunció los labios, colocó los manos firmemente sobre el mostrador y tomó aire antes de proseguir:

- Bueno, eso puede llevarnos mucho tiempo. La mayoría de estas piezas son inservibles. Y, si le soy sincera, no estoy segura de que nuestra empresa realice arreglos de ese tipo. Supongo que habría que enviarlo a la fábrica original y será un proceso largo y costoso. ¿Está seguro de que quiere arreglarlo?
- Ya le he dicho que sí
- Perdone mi indiscreción, ¿pero acaso contiene algún número o archivo que necesite en estos momentos? Si usted quiere, en lugar de repararlo, podría intentar extraerse...
- Ahórrese la charla técnica, muchacha. Lo que mi móvil contenga no es asunto suyo. Simplemente, arréglenlo, tarde lo que tarde y cueste lo que cueste. Cuando lo tengan listo, escríbanme a esta dirección.

Y, tras ese último izquierdazo a la lógica de la joven, le entregó una tarjeta, se dio la vuelta y desapareció.

Dos meses después, el mismo anciano volvía a salir de la tienda, esta vez con el teléfono totalmente reparado. Sentado en un banco, entre un cartel publicitario y una papelera, contempló el aparato largamente antes de decidirse a encenderlo, pero una vez dado el paso, con las manos temblorosas, fue directamente al archivo de fotos. Tras comprobar su contenido, sonrió aliviado, extrajo otro móvil, y reenvió una imagen del viejo al nuevo aparato.

- Estos trastos nuevos tienen unas pantallas enormes y mucho más nítidas- musitó- ahora podré volver a verte.

Con emoción contenida, acarició brevemente la imagen del labrador blanco que le devolvía la pantalla, y, en un gesto rápido, arrojó su viejo y costosísimo teléfono móvil a la basura.

05 octubre 2010

Paper Rain




La combinación de cielo despejado, luna menguante y apagón en un radio de cinco kilómetros, permitía vislumbrar por primera vez en años casi todas las constelaciones. Sirio, procyon y betelgeuse conformaban con orgullo un radiante e insólito triangulo de invierno. A pesar del frío, algunos niños contemplaban maravillados el espectáculo celeste desde sus porches hasta que sus padres o sus perros les instaban, preocupados e impacientes, a entrar en casa.

Cuando se disponía a depositar la basura en los cinco contenedores, Ted advirtió que un cartel oscuro dividía en dos el amarillo del contenedor de plásticos y latas. Lo observó impacientemente, irritado por no llevar consigo sus gafas, hasta que consiguió domar todas sus letras. La cólera hizo su aparición en sus puños antes que en sus mejillas. Sin pesárselo dos veces, lo arrancó de cuajo y tras romperlo en diminutos fragmento ilegibles, lo depositó en el contenedor azul.

La artrosis de sus manos y rodillas pareció protestar, pero a Ted aquel pequeño acto de rebelión le había sabido a demasiado a poco. Necesitaba alimentar el fuego de tal forma que recorrió el barrio arrastrando pesadamente sus pantuflas hasta que encontró otro cartel. Le costó un poco más arrancarlo de la pared y, en el esfuerzo, se llevó, además, tres capas de papel extra que dejaron totalmente limpia la pared. Resollando, Ted observó el nuevo hueco blanco y sintió una punzada en el pecho orbitando alrededor de la creciente furia. De repente, había comprendido su cometido: tenía que arrancarlos todos.

Y aquella noche, el hombre cauto, sensato y extremadamente respetuoso que siempre había sido, ignoró los insultos y miradas de extrañeza, desprecio o indignación que le dedicaban los viandantes, y presa de la mayor fiebre que había padecido en su vida, continuó arrancando y rompiendo frenéticamente, cartel tras cartel, hasta que le sangraron las uñas y el esfuerzo y la humedad noquearon sus doloridas rodillas.

Apoyándose torpe y pesadamente en las paredes, a modo de bastón, tardó casi un cuarto de hora en llegar a casa. Su mujer lo recibió impaciente y recelosa dando por hecho que había sucumbido a una de sus ocasionales borracheras. Lo miró de arriba abajo sin verle y lo sentenció sin comprobar que no había rastro de alcohol en su aliento. Ted puso la televisión para ahogar, en parte, el desprecio. Le gustaba dormirse viendo los programas de sucesos, solazado en el confort de las desgracias de otros, pero, de repente, las noticias rompieron bruscamente la transmisión.

Instantáneamente, sus puños volvieron a endurecerse, pero esta vez, se aferró a su sillón. Su mujer, al escuchar la inconfundible música de los informativos, volvió a la sala, olvidando, momentáneamente, la nueva muesca de amargura conyugal. Tenía que compartir la noticia del día con su marido:

- ¿Te has enterado, Ted? Los mariquitas ya pueden casarse
- Lo sé -contestó él- Han empapelado toda la ciudad con no sé qué fiesta del orgullo de los cojones...
- Ver para creer, ¿verdad?- pronunció antes de desaparecer de la sala de nuevo

Ted observó durante unos instantes la puerta vacía y cuando se aseguró de oír a su esposa en el otro extremo de la casa, murmuró mientras se frotaba las doloridas rodillas:

- Demasiado tarde, joder. Demasiado tarde...



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