Tenías
la luna dentada. La misma luna que anochece en mi cielo. Querías morder la
manzana de la ira, pero te acariciabas, resignado, la piel de cordero.
Conjugabas morder en pretérito, no sabías del velódromo de los latidos. No
sabías, pero contenías bosques de pálidas selvas azules. Azul. Las mimbres de
tus dedos sofocaban tu corazón desmembrado. Yo tomé, brevemente, ese corazón en
forma de orquídea temprana y dibuje su forma brumosa en el techo de mi hoguera.
Nada de lo que quemaba conseguía ocultarlo. Eras el ancla de mi tobillo a la
tierra y al verano que ya crujen. Deslizabas besos enquistados en mi espalda para
que el combate contra la vergüenza bajase de categoría. Pluma. Ahora el viento atrae otros
colores a mi ventana. Las canciones comienzan marchitas en el difuso tambor del
horizonte. No sabías que la fragilidad es la música de la magia y el misterio. No
sabías lo profunda que era la cueva de mi voz cuando dormías. No sabías que la
golondrina herida tiene vocación de incendio…
*
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