23 enero 2010

La restauradora de relojes



Me llamo Alex Norton. Tengo 29 años, 6 meses y 9 días y soy restauradora de relojes.
Al contrario de lo que pueda parecer, la tarea de reaccionar máquinas del tiempo, no es un cursi y esnob eufemismo de relojero. No hay nada técnico en lo que hago. Yo no fabrico ni reconstruyo materiales o piezas. Únicamente me dedico a revivir relojes que por algún motivo inexplicable desde el punto de vista mecánico, han dejado de moverse.

Siempre digo que puedes medir la felicidad de los habitantes de una casa por la cantidad y el tipo de relojes que contiene. En los “nidos calientes”, como yo los llamo, suele haber pocos instrumentos de medición del tiempo y casi siempre son modernos. Los “nidos húmedos”, por otro lado, poseen muchas más máquinas antiguas que modernas y éstas suelen estar distribuidas estratégicamente por toda la vivienda.
Casi nadie sabe que cuando conviven muchos relojes distintos en una casa, son como plantas robándose el aire entre sí en medio de la noche. Sus sonidos se ahogan, el aire se espesa y el tiempo se estanca.
Pasar en un mismo día, de un nido caliente a uno húmedo, me hace experimentar algo parecido a lo que deben sufrir los astronautas cuando viajan desde la luna a la tierra.

Generalmente, los relojes no suelen dar grandes problemas. Sólo algún que otro enfado o arrebato temperamental. Sin embargo, en ocasiones, simplemente deciden marcharse.
Hace tiempo, una mujer recién divorciada y su hijo adolescente, experimentaron con varios "métodos caseros" en su reloj de cocina antes de recurrir a mi ayuda. Para cuando llegué, le habían masajeado y estirado el muelle de contacto, lucía la mejor pila del mercado y ambos lo habían introducido por turnos bajo su jersey para que entrara en calor, como si de la cría de un marsupial se tratase.
Sin embargo, yo supe instantáneamente que aquel pequeño reloj blanco había desaparecido algunas lunas atrás, y que aquello no era más que un caso claro de Síndrome de vínculo fantasma. Algunos experimentan hacía sus relojes algo parecido a lo que sienten las personas a las que se les ha amputado un miembro. Aquella mujer y su hijo, creían haber visto movimiento en las manecillas de la máquina acompañadas de su característico tic tac, cuando, en realidad, el aparato llevaba vacío semanas.

En otra ocasión, conocí a una anciana con un extraño síndrome de Ulises relojil que guardaba en su casa todos los relojes que había poseído. Muchos llevaban parados años, algunos incluso décadas. Todas las habitaciones de la casa, incluido el baño, contenían, como mínimo, dos máquinas del tiempo.
Me costó más de dos horas recorrer toda la vivienda, pero finalmente di con el origen del problema: el reloj de cuco. Estos preciosos relojes suelen ser más temperamentales que el resto. Los cucos, perezosos por naturaleza, suelen invadir nidos ajenos para colocar sus huevos. De esta forma, cuando los polluelos nacen, son criados por otras especies. Pero lo más dramático de todo, es que los padres adoptivos suelen favorecer a sus inusualmente grandes y exigentes retoños y muchos de sus polluelos biológicos acaban muriendo de inanición.
En la casa de aquella anciana, había ocurrido exactamente lo mismo: el cuco había ocupado y aniquilado todos y cada uno de los relojes y mi tarea era que volviera a su hogar original.
Tras convencer a la dueña de que ya no había esperanza para el resto de sus reliquias, preparé tortitas y las coloqué en un plato sobre la cavidad que originalmente ocupaba el ave (si hay algo a lo que ningún cuco puede resistirse, es a las tortitas con chocolate). Poco después, para mi sorpresa, el animalillo regresó dócilmente a su nido.
Cuando salí de nuevo a la calle, además de una repentina tormenta de nieve, me sorprendió el hecho de que lo que yo había vivido como tres horas, sólo habían sido en realidad diez minutos.

Pero paradójicamente, el caso más difícil (e inquietante) que he tenido hasta la fecha, ha sido y es el de mi propio reloj de pulsera. En ocasiones, las manecillas parecen intercambiarse mágicamente, de tal forma que la aguja horaria recorre la esfera doce veces más deprisa que la aguja del minutero, en una extraña hiperactividad paradójica.
Durante el día, trato de no hacerle caso, su ritmo me despista y me marea, así que dependo únicamente de máquinas ajenas.
Sólo hace tres años que lo poseo, pero obviamente, las presiones y exigencias de mi trabajo, lo han desgastado prematuramente. Sin embargo, no me preocupa en exceso. Aún no ha llegado la hora de su partida y conseguiré hacerlo entrar en razón antes de que sea demasiado tarde. Al fin y al cabo, a eso es a lo que me dedico: soy restauradora del tiempo.




Dedicado a N y S, cuyos desesperados intentos por revivir un viejo reloj de cocina, me inspiraron esta historia :)


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01 enero 2010

El miedo de las macetas




De niña a Gianna le gustaba observar los días de viento desde la ventana. Eran los únicos en los que sus gatos no ocupaban con mayestática sensualidad el alféizar. Por alguna razón, a sus pequeños felinos les asustaba ese fenómeno meteorológico. Ella lo achacaba al hecho de que a pesar de su curiosidad innata, el viento era uno de esos pocos incidentes diarios que no podían controlar.

Una tarde de diciembre, a pocos minutos de ponerse el sol, comenzó el baile individual de las ramas, las hojas y las bolsas de plástico. Gianna observó a un calcetín azulado acercarse indolentemente hacia el centro de la plaza. Se preguntó de quién sería y cuántas posibilidades tendría de reencontrarse con su pareja, pero la lluvia lo alcanzó oscureciéndolo y mezclándolo con la hojarasca.
El siguiente en desfilar fue un paraguas negro. Tenía algunas varillas sueltas. Posiblemente algún frustrado viandante lo hubiera arrojado a una papelera. Sin embargo, el parecía obcecarse en que aún tenía algo que aportar. La pequeña Gianna pensó que los paraguas de este color no deberían existir. De la misma forma que los colores vivos están mal vistos en los funerales, los colores oscuros y apagados o "anticolores", como ella los llamaba, tendrían que prohibirse en los días grises. Son crueles y jactanciosos, como esas personas que no pueden evitar añadir “te lo dije” cuando descubren que no has seguido su consejo.

En el punto álgido de violencia huracanada, una nueva actriz entró en escena: una maceta. Resquebrajada sobre el húmedo suelo, dejaba entrever las raíces de su huésped. A Gianna, sin saber muy bien porqué, esa imagen le recordó a un sádico documental sobre una tortuga separada de su concha.
Su mente comenzó entonces a saltar de una idea a otra. “Con un tiempo tan hostil, posiblemente, la lluvia arrastre a la planta hacia el río antes de ser echada en falta. ¿Sentirán más miedo las macetas que el resto de las cosas cuando hace viento?”.

Jugando a las diferencias del antes y el después, Gianna advirtió un hueco en el balcón de su vecina Isabella. No era la primera vez. Por algún motivo, ni ella ni ninguno de sus novios ponían a resguardo a sus plantas cuando hacía mal tiempo. Muchas acababan mutiladas o muertas. Sin embargo, Daria, la solitaria mujer de abajo, siempre las ponía a salvo ante el menor indicio.Y entonces fue cuando Gianna supo, sin que la idea hubiera alcanzado aún sus labios, que a pesar de que el viento era temido por todos, la gente se dividía, básicamente, entre los que se aferraban desesperadamente al blindaje externo de sus macetas y los que las exponían temerariamente, o, dicho de otra manera, entre aquellos que anteponían la soledad a la mala compañía y aquellos que, sin embargo, preferían estar mal acompañados que solos.


Con el 1 de enero llega mi primer aniversario como blogger. Tenía preparadas dos entradas, una bastante menos pesimista que la otra. Desgraciadamente, "las uvas" han elegido por mi...

Gracias a tod@s l@s que con sus comentarios (y su cariño) han alimentado mi blog :)
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