Un rostro nítido y amable, en un tono excesivamente formal, le anuncia a través de la pantalla que se convertirá en el socio más joven de la empresa. No puede parar de sonreír. Abandona la sala de reuniones virtuales con la primera excusa que se le ocurre, entra en su despacho y extrae un paquete de cigarrillos de su pequeña cartera. A pesar de que fumar está cada día peor visto en el entorno profesional, ni siquiera se molesta en disimular la cajetilla dentro del bolsillo de su chaqueta. Atraviesa triunfalmente el pasillo y cuando el cristal de las puertas correderas se desliza a ambos lados, dando paso a la inmensa terraza, tiene la impresión de que la ciudad y sus contundentes brazos de asfalto se yerguen aún más hasta casi rozarle. Tiene que reprimirse para no gritar, para no marcar todos los números de su agenda, pero necesita estar solo para asimilar y paladear lo que ya es el principio de su nueva vida. Con la sonrisa casi tatuada en su rostro, enciende un pitillo mecánicamente. Ni siquiera recuerda la lista de prohibiciones y precauciones que, como el resto de los ciudadanos, ha recibido dos días atrás. Sus pensamientos parecen flotar dispersos, más allá de la creciente ola de robos y de todos los tediosos y deprimentes problemas mundanos. Mientras sujeta el cigarrillo, repara en sus manos y siente una súbita fascinación por ellas. De alguna forma, era como si nunca las hubiera visto verdaderamente hasta ese momento. Eran largas, ágiles, tersas, ligeramente nervudas. “Las manos de un triunfador” piensa con orgullo.
Apoyado indolentemente contra una pared, de espaldas a su flamante futuro, el joven calcula que le quedan, a lo sumo, un par de caladas, cuando, inesperada y bruscamente, los siente. Los dos pinchazos. El primero, una suerte de punción lumbar, paraliza su cuerpo inmediatamente. El segundo, atraviesa hábilmente su tallo cerebral hasta alcanzar el lóbulo prefrontal. El dolor que recorre su cuerpo es tan insoportable, que tiene la sensación de no pertenecerle sólo a él, sino de haberle sido inyectado o insuflado al mismo tiempo por todos los individuos de su especie. Una mano enorme e insólitamente arrugada tapa su boca. Es un gesto inútil, sin embargo. Ningún músculo de su cuerpo respondería aunque quisiera, y mucho menos sus cuerdas vocales. Entonces la extracción comienza, y ahora si, puede verla, no con la imprecisión vítrea con la que se recrean los sueños, sino con la concreción opaca con la que los recuerdos acuden a nuestra mente. Su vida, la vida que ya nunca tendría. Ante él desfila su intermitente pero imparable ascenso profesional, sus viajes alrededor del mundo, sus nuevos amigos, sus mujeres, su breve matrimonio, e incluso, su hijo biológico, a pesar de las cada vez más fieras restricciones de natalidad. Observa morir a sus padres, el trágico 11 de marzo del 2073, y es testigo impotente de las batallas perdidas y ganadas de la humanidad, el progreso y el planeta.
Exhausto y profundamente afligido, intenta desesperadamente focalizar su atención en otra cosa, y entonces repara en que la mano sobre su boca ya no pertenece a un anciano, sino a un hombre de aproximadamente su edad. Tras la última y contundente imagen, la de su muerte, que, a partir de ese momento, pasaría a ser de aquel hombre, la mano le suelta. Retorcido de dolor, cae bruscamente contra el suelo y la colilla del cigarrillo, aún encendida, cierra un signo de interrogación sobre su cabeza. Se observa con horror. Ahora es su propio cuerpo el inusualmente envejecido. ¿Cuántos días le quedarían? No, no podía engañarse, el robo había sido completo. Sería cuestión de horas. Ante él se perfilaban, como bengalas disparadas desde puntos geográficos opuestos, sus dos únicas salidas: robar o morir.