“Además te quiero, y
hace tiempo y frío”.
Cortázar
Tiempo
para matar antes de entrar al cine. No sé dónde ir y dejo que la inercia
decida. De repente, la lluvia le echa un pulso a las optimistas previsiones de
los meteorólogos y gana, pero sólo débilmente. Las calles, aún bulliciosas en
esta última luz de la tarde, proyectan sombras burdeos. Hay una extraña armonía
espumosa entre la configuración de los comercios, los paraguas y la gente que
camina. De vez en cuando, un músico callejero hace figura y redimensiona el
cuadro. Hoy, un violinista toca el Ave María de Schubert mientras un padre
imparte una apasionada charla melómana a su pequeño hijo. Gratia plena. Aquí y ahora todo es cálido y fluye en una sola
dirección. Me dejo arrastrar. Suena insoportablemente cursi, pero muy de vez en
cuando, a pesar de su autocomplacencia burguesa y de mi ácida ambivalencia, me
(re)enamoro de mi ciudad como una turista impresionable.
“No me extraña que decidieras quedarte, que adoptaras
esta ciudad como tuya”.
Y,
sin siquiera darme cuenta, la maldita sinestesia ha vuelto a jugármela. ¿Cuándo
estoy? Reconozco el vértigo glacial,
el mal de altura de esta calle que, misteriosamente, y a pesar de los años, nunca
cambia. Puedo darme la vuelta, pero por algún estúpido masoquismo o acto de fe
en la rotundidad aniquiladora del tiempo, decido continuar. Ahí está, el mismo
rótulo blanco y la misma coma innecesaria. Cruzo tu espacio escudada desde la
acera opuesta y te entreveo brevemente tras la barra a través del cristal.
Camiseta, cabello rubio, piel dorada y mirada radioactiva proyectada en algún
cliente. Tu microcosmos y el mío continúan girando en orbitas opuestas, não é verdade? Si tu vida fuera Groundhog
Day vivirías siempre en un perfecto día de verano. Everywhere you go, always take the fucking weather
with you.
Probablemente, ahora mismo, desde la distancia, ni
siquiera me reconocerías (Olhe pra mim!
Nao me olhe!), pero cruzo la calle torpe y atropelladamente, con una mano aferrada
al paraguas y la otra semienterrada en el foulard que me protege del caprichoso
frío de noviembre. Retrocedo por una calle paralela, tratando de borrar mis pasos, como los indios. Es triste
comprobar que mis pies no han aprendido a mentir. Tal vez la expresión “matar
el tiempo” y tú permanezcáis pavlovianamente unidos para siempre en mi memoria.
Llego
al cine, la puerta está a punto de abrirse y me pongo educadamente en la cola.
El humo del cigarrillo del hombre que me precede me envuelve y asfixia como una
pitón. Me esponjo en mi abrigo. Ya acabó el veranillo de San Martín y hoy yo sólo
quería ver algo bonito.
*
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