
Miedo básico: ser impotente, inútil, incapaz.
Deseo básico: ser capaz y competente.
*
Y metió su vida en cajas y se marchó del apartamento...
Horas después, también lo haría ella, cambiando las temperaturas estivales londinenses por el frío verano ártico del Mar de Chuckchi, Alaska.
Puede que las largas estancias en Suecia, junto con su abuela materna, tuvieran mucho que ver con su vocación. Desde niña, el frío siempre le había infundido una inusitada vitalidad, una reconfortante sensación eléctrica que no experimentaba con ninguna otra cosa. Era pues una consecuencia natural que, tarde o temprano, acabara sintiendo fascinación por el hielo.
Una semana antes de partir, Iris tomó una radical decisión: debía romper con su novio. A pesar de que él estaba más que dispuesto a esperarla durante aquellos seis meses, ella se aferraba al hecho incontestable de que la ruptura era lo más racional y sensato para ambos.
Su cerrado circulo de amigos sabía que no serviría de mucho contradecirla. Zigzagueando siempre en la sensibilidad y la frialdad más inconmovible, cuando Iris tomaba una decisión, su determinación era absoluta.
A pesar de sus dudas iniciales, se adaptó muy bien a la base. Se sentía en su elemento rodeada de un equipo tan brillante y competente. Su rutina se redujo a colocar sismógrafos sensores cerca de las superficies de los lagos estivales y en analizar el movimiento del hielo; pero por primera vez en su vida, tenía la absoluta certeza de que estaba haciendo lo que le correspondía y que, además, estaba haciéndolo bien.
En ocasiones, un fugaz sentimiento de culpa la agujereaba, y pensaba en Jim. Pero siempre conseguía aplacarlo. No sentía dolor, ni añoranza, ni angustia. Sin embargo, su centro vital no estaba congelado, sino que, mas bien, parecía haberse transformado en un voraz agujero negro que devoraba y anulaba todo lo que latía a su alrededor. Aquello la embrutecía. Se sentía como un habitante de Fantasía amenazado por la nada.
Una mañana de agosto vivió un acontecimiento espectacular sin precedentes. Los instrumentos captaron el súbito y completo drenaje de un lago que llegó a cubrir 5,6 kilómetros cuadrados. A una velocidad similar a la de las Cataratas del Niágara, como si le sacaran un tapón, el lago vació sus 40 mil millones de litros de agua en 90 minutos. 24 horas después, había desaparecido
Aquel gran indicio se merecía una documentación en vivo. Sin esperar a ninguno de sus compañeros, Iris partió sola en dirección al gran lago. Con la ayuda de su mapa, consiguió esquivar las zonas en las que las placas eran más débiles, hasta encontrar un ángulo perfecto. Pero cuando se disponía a preparar su cámara, un acontecimiento inesperado captó su atención. Al otro extremo del lago, un enorme bulto sobresalía poderosamente contra la plana superficie. El zoom de la cámara le confirmó lo que ya sospechaba: era un oso blanco.
Los sensores no lo habían registrado horas antes. Acurrucado en posición fetal sobre su gélida cuna, acababa de morir. O tal vez su debilitado corazón aún latiera bajo la manta de nieve.
Apenada y aterrorizada a partes iguales, Iris no fue capaz de moverse. A pesar de las advertencias de los científicos más veteranos, nunca pensó que aquel espectáculo le resultara tan insoportablemente dantesco.
El hielo polar tiene ciclos. El invierno congela lo que derrite el verano. Sin embargo, con el aumento de las temperaturas globales, cada verano se derrite más y cada invierno se congela menos. Durante los meses cálidos, las capas de hielo son tan frágiles, que cada vez son menos capaces de sostener el peso de los osos cuando salen a pescar. Éstos, hambrientos y desesperados, mueren irremediablemente.
Los sollozos la sorprendieron. Luego llegó el llanto. Un llanto amargo, profundo, desgarrador. Su vida desfiló ante sus ojos a “velocidad tunel” y todo fue presentándose exponencialmente ante sus ojos de forma cada vez más nítida y clara. La luz final fue la que le causó más daño: aquel accidente de autobús que él sufrió 3 semanas antes de partir, la noticia en la televisión, la duda, la idea devastadora de que él pudiera dejar de existir, el pánico... y su estrategia contrafóbica: abandonarle por temor a arriesgarse a la posibilidad de que la dejara de nuevo.
Corrió hacia la base. El viento quemaba sus mejillas. A partir de aquel día, el verano comenzaba a descender. Tiritando, se dirigió a su habitación y tomó el teléfono móvil entre sus dedos ligeramente amoratados. Marcó su número, igualmente aterrada ante la posibilidad de encontrarlo y no encontrarlo al mismo tiempo...
Había línea...