
Cuando tenía 14 años mis amigos me dieron una fiesta de cumpleaños sorpresa. Los más cercanos, incluso, localizaron a los que vivían fuera de la ciudad y firmaron una tregua, a pesar de que, entre sí, apenas podían soportarse. A veces fantaseaba con la sádica idea de que si los reunía a todos en una misma habitación, se crearía alguna perturbación espacio-temporal y los electrodomésticos empezarían a fallar, se fundirían las luces o los aviones caerían irremisiblemente del cielo. Pero nada de eso pasó. Nada explotó, ni siquiera el entusiasmo o la alegría. Permanecí durante toda la tarde en un estado de incomoda impasibilidad emocional, que destacaba penosamente como un cartel de neón al que le faltaban sus caracteres centrales. Nadie podía entenderlo.
Años después, en la universidad, experimenté una respuesta parecida cuando me enamoré de un compañero de clase. Después de meses de flirteos, insomnios agridulces y ataques de margaritas neuróticas, me besó. Habíamos salido de la cafetería y comenzaba a llover, muy débilmente al principio y torrencialmente después. Corríamos bajo los árboles intentando guarecernos torpemente de la lluvia y, tras un mal paso, se resbaló y me arrastró hacia el suelo con él. Entonces ocurrió. No sentí nada. Mis labios y mi lengua respondieron mecánica y desapasionadamente. No se cuanto tiempo permanecimos allí, pero la humedad y el frío se colaron dentro de mi piel, mi cuerpo se puso rígido y comencé a tiritar violentamente. Para tranquilizarlo, le dije que era termosensible, y bromeé con el hecho de que estaba aún lejos de sufrir un ataque de hipotermia. Me creyó.
La última vez, fue hace exactamente cinco meses. A pesar de que la noticia me había caído como una bomba, me recuperé sorprendentemente bien: mi mejor amigo se trasladaba al otro lado del mundo. El billete destino Sydney descansaba sobre uno de los asientos del aeropuerto, mientras yo recordaba una cita de El show de Truman “está tan lejos que si te pasas, ya vuelves”. Él miraba hacia el suelo y comenzaba frases que no podía terminar. Llegó el momento de embarcar y, con el bolso sobre los hombros, reprimió un intento de abrazo que deflectó en un golpe cariñoso sobre los hombros. Entonces me miró con los ojos más desarmantemente vidriosos que había visto en mi vida y lo único que fui capaz de sentir fue culpabilidad, inadecuación y vergüenza. Le vi marchar, como muchas otras veces, y ninguna señal, por muy evidente que fuera, me hizo pensar que pasarían meses, puede que años, antes de volver a encontrarmelo de nuevo.
Aquella noche, viendo un documental sobre el cambio climático, me sentí profundamente conmovida ante la imagen de un iceberg. Tanto fue así, que sin saber cómo ni por qué, comencé a llorar. Y de entre la amarga colección de imágenes que circularon por mi mente, hubo una que no fui capaz de desechar. Mis emociones más fuertes e intensas, esas que dan miedo de verdad, son como un enorme iceberg. Permanecen ocultas, reprimidas, dolorosamente autoconscientes, de forma que sólo sale a la superficie una pequeñísima e inapreciable parte de todo lo que hay debajo. La más ajena, la más superficial, la más fría...
Y aquí comienza mi ciclo "Mecanismos de defensa" ;)
Años después, en la universidad, experimenté una respuesta parecida cuando me enamoré de un compañero de clase. Después de meses de flirteos, insomnios agridulces y ataques de margaritas neuróticas, me besó. Habíamos salido de la cafetería y comenzaba a llover, muy débilmente al principio y torrencialmente después. Corríamos bajo los árboles intentando guarecernos torpemente de la lluvia y, tras un mal paso, se resbaló y me arrastró hacia el suelo con él. Entonces ocurrió. No sentí nada. Mis labios y mi lengua respondieron mecánica y desapasionadamente. No se cuanto tiempo permanecimos allí, pero la humedad y el frío se colaron dentro de mi piel, mi cuerpo se puso rígido y comencé a tiritar violentamente. Para tranquilizarlo, le dije que era termosensible, y bromeé con el hecho de que estaba aún lejos de sufrir un ataque de hipotermia. Me creyó.
La última vez, fue hace exactamente cinco meses. A pesar de que la noticia me había caído como una bomba, me recuperé sorprendentemente bien: mi mejor amigo se trasladaba al otro lado del mundo. El billete destino Sydney descansaba sobre uno de los asientos del aeropuerto, mientras yo recordaba una cita de El show de Truman “está tan lejos que si te pasas, ya vuelves”. Él miraba hacia el suelo y comenzaba frases que no podía terminar. Llegó el momento de embarcar y, con el bolso sobre los hombros, reprimió un intento de abrazo que deflectó en un golpe cariñoso sobre los hombros. Entonces me miró con los ojos más desarmantemente vidriosos que había visto en mi vida y lo único que fui capaz de sentir fue culpabilidad, inadecuación y vergüenza. Le vi marchar, como muchas otras veces, y ninguna señal, por muy evidente que fuera, me hizo pensar que pasarían meses, puede que años, antes de volver a encontrarmelo de nuevo.
Aquella noche, viendo un documental sobre el cambio climático, me sentí profundamente conmovida ante la imagen de un iceberg. Tanto fue así, que sin saber cómo ni por qué, comencé a llorar. Y de entre la amarga colección de imágenes que circularon por mi mente, hubo una que no fui capaz de desechar. Mis emociones más fuertes e intensas, esas que dan miedo de verdad, son como un enorme iceberg. Permanecen ocultas, reprimidas, dolorosamente autoconscientes, de forma que sólo sale a la superficie una pequeñísima e inapreciable parte de todo lo que hay debajo. La más ajena, la más superficial, la más fría...
Y aquí comienza mi ciclo "Mecanismos de defensa" ;)