
Al cruzar un paso de cebra, una gélida ráfaga en mi nuca me obliga a subirme el cuello del abrigo. Y siento cosquillas, como si un tren eléctrico interno recorriera, simultáneamente, todas las paradas que surgen entre mis piernas y mi coronilla. Si cierro los ojos, puedo olerte por segunda vez, pero no verte, así que, como pintora aplicada, te divido en partes, las sopeso y decido que la cicatriz sobre tu hombro izquierdo es mi territorio. ¿Cuál será el tuyo? La urgencia de dibujarte es ahora más poderosa que el hambre y, por un segundo, estoy tentada de volver, pero cruzo los brazos en un intento de contenerme, de infundirme paciencia. En una hora, tal vez dos, despertarás. Puede que ya me esperes somnoliento y que desayunemos sobre la cama café con bollitos calientes, y vuelvas a quejarte, como hiciste anoche, de la inexplicable (e incurable) hipotermia en mis manos. Entonces, yo me burlaré de tu acento recordándote cómo se pronuncia realmente lo que tú llamas “imperscrutable”. Y me recostaré sobre la cama con la delicadeza sensual de una odalisca de Ingrés, desabotonaré mi camisa, tomaré tu mano y la colocaré estratégicamente sobre mi pecho izquierdo. “Why always a lefty?” musitarás. “I don’t know”.
La pastelería Gâteau es aún un paraíso inexplorado. Me siento como un Magallanes hipoglucémico dando vueltas y vueltas sobre mi misma, embriagada de olores y colores sin poder decantarme por ninguno. Sé que te gustan los dulces, pero aún no te he preguntado cuál es tu favorito. Finalmente, decido apostar sobre seguro y abandono la tienda con 500 gr de mini y maxi croissants recién horneados.
Las nubes me amenazan, pero les devuelvo una sonrisa de impaciencia. Corro por la calle semivacía y me reencuentro con el paso de cebra con la alegría juvenil de quien recibe a un viejo amigo. Incluso la despejada carretera parece querer saludarme esta mañana. Eludo el hecho de que el semáforo esté en rojo y camino ágilmente entre las rayas blancas. Pero desde el lado opuesto de la rotonda, un coche invade precipitadamente mi espacio. Un grito ahogado, un desesperado frenazo y el parachoques me golpea con violencia en la cadera. Mi cuerpo gira en el aire hasta aterrizar pesadamente sobre el cuello. El mundo entero hace “clack” como si todos sus habitantes hubieran soltado al mismo tiempo una goma gigantesca. Mi boca se llena de sangre y lo último que veo, antes de morir, son los croissants, aún calientes, desperdigados por el suelo...
P.D. Como siempre hay alguien que lo pregunta, sí, es primera persona pero no es autobiográfico. De ser así, estaría escribiendo desde el más allá.