
¿Dónde estaba yo cuando cayó el muro de Berlín? Mi memoria histórica registra los acontecimientos en fotogramas, nunca en secuencias. Los fotogramas se transforman en cadenas sinestésicas y, de repente, una canción en la radio o un tarro de mermelada, me trasladan a Berlín. Casualmente, muchos de mis caminos partieron de allí, porque ese 9 de noviembre, a 4000 km de distancia, también cayó mi muro.
¿Han odio hablar de esas grandes cantidades de excedentes de las plantaciones que se pudren y nadie aprovecha? Así había sido mi vida amorosa: una enorme cosecha desperdiciada. Y todo porque quince años atras me habían roto el corazón.
Durante todo ese tiempo, más que vacío, me sentía anestesiado. Casi podía observar mi vida y todo lo que formaba parte de ella a cámara lenta y con subtítulos, como si fuera una maldita película muda.
Cuando le conocí, yo era un matemático de mediana edad y él tan sólo un universitario. Bajé mis defensas, porque todo parecía tan predeterminado como una buena canción pop corta. Por mucho que quieras estirarla, incluso aunque la escuches varias veces seguidas, resulta agridulce porque no puedes evitar su precipitado final. Pero alguien pulsó la techa de pause y comencé a redimensionar mi vida, a recolocarla a través de todo lo que él me lanzaba, como los radares y los murciélagos. De repente, todo eran ecos de su cuerpo, su ropa, su nombre, su maleabilidad. Fue como vivir una segunda adolescencia. Sentía una acuciante y dolorosa mezcla de deseo y ternura, de ganas de arrancarle la ropa y acunarlo al mismo tiempo; y tuve que atarme la lengua y los brazos, como si yo mismo me hubiera colocado una camisa de fuerza.
Pronto comenzó la furia. Tenía el ansia de un quinceañero y la carga de la frustración de mis 40 años. De repente, era otro Eduardo con tijeras en lugar de manos que se muere por tocar, así que comencé a pegar, a veces indiscriminadamente. Provocaba a tipos indeseables o me iba a locales en los que antes no habría entrado ni muerto, y llegaba a casa amoratado y cubierto de sangre. Prefería sentir la resaca de ese otro dolor por la mañana siguiente. Dos culpas distintas buscan diferentes castigos y a veces se anulan la una a la otra. Sin embargo, por primera vez en muchos años, no me sentía anestesiado, al contrario. Me encontraba tan hiperactivo que no podía dormir, sólo quería gritar. Gritar, golpear y follar. Me aparecía una buena combinación.
Ese 9 de noviembre tenía el cuerpo tan machacado que mis dos únicas posibles opciones eran urgencias o emborracharme. Cara o cruz. Desde un pub en el que solía espiarle, lancé una moneda al aire y antes de poder comprobar mi destino, note un muro de calidez contra mi espalda y un par de brazos cruzando mi pecho. Instantaneamente, mi cuerpo se relajó y mutó, cambió de forma como si de repente hubiera pasado de sólido a líquido. En ese instante, cayeron al suelo todas mis defensas como pequeñas matrioskas y las vi romperse, una a una. Recordé muchos, demasiados años de exilio de las yemas de los dedos, de alfileres imantadas, de desmembración, y mis ojos se llenaron de lágrimas. “¿Por qué has tardado tanto?” le dije o me dije. No me respondió. Se había cerrado la navaja de Ockham. Finalmente, podía volver a tocar y ser tocado, transversalmente, como se toca la raíz o la música. Y a partir de ahí, fotogramas...