09 abril 2018

Yo tenía una vecina pianista




Una noche, mientras daba mis primeros y torpes pasos en la cocina, moví una banqueta y, como consecuencia, la vecina del piso de abajo subió a nuestra casa hecha un basilisco. No pudo ser un gran estruendo, mi madre no lo hubiera tolerado, pero por alguna conjunción de factores que siempre desconoceremos, a aquella mujer, un pequeño ruido nocturno en el piso de arriba, allí y entonces, debió parecerle intolerable. Tal vez, incluso, llegara a insultarnos. No lo sé. No recuerdo nada. Simplemente fui un testigo no fiable en pleno estadio sensoriomotor. Lo que sí sé, es que mi madre nunca se lo perdonó. Desde ese momento, aquella casi desconocida pasó a llamarse, inapelablemente, “la bruja”.

Y se desató una guerra silenciosa entre ambas familias, una férrea y continúa lucha de poder y delimitación del espacio vitalo-vecinal en la que ni una de nuestras sabanas podía, siquiera, rozar su ventana en el patio en el que se tendía la ropa (so pena de acabar hecha trizas). Por lo tanto, crecí pensando que cualquier gesto de amabilidad o cívica cortesía hacia cualquiera de ellos, desde dar los buenos días a sujetar la puerta del ascensor, era un acto de traición imperdonable hacia mi propia familia. Los vecinos de abajo eran siempre el enemigo. Los otros.

Tal vez por algún tipo de venganza cósmica hacia mi primer y único “delito de contaminación acústica”, la bruja tenía una hija pianista dos o tres años mayor que yo. Aunque, para ser justas y precisas, habría que decir que no era pianista, sino que, más a menudo de lo que nos gustaría, aporreaba el piano. Debía ser (o yo me lo imaginaba de esta forma) un instrumento viejo, probablemente sin tapa, descascarillado, de teclas amarillas, vencido por algún lado. Alguna herencia o compra de segunda mano que nadie se molestó en cuidar. Un simple trasto-rinconera que ocupaba el menor espacio posible. Y él lo sabía. Por eso se quejaba amargamente a través de su llanto desafinado.

Y siempre ocurría igual. No había un horario fijo ni rutina que pudiera darnos la voz de alarma. Tampoco escalas ni calentamientos previos. Casi a cualquier hora del día, la pianista comenzaba a tocar de golpe siempre la misma pieza. Aquello era un maremagnun chirriante, un violento volcán de vibraciones para el que no había huecos bajo las mesas, ni espacios en los marcos de las puertas en los que protegerse. Y se equivocaba siempre, siempre, en las mismas notas. Nunca llegó a dominar la única pieza de su repertorio (¿Por qué nunca intentó tocar otra canción? ¿qué significado autobiográfico oculto contendría?). Con el paso del tiempo, llegué a conocer tan bien aquella melodía, que me autoconvencí de que yo  misma podría reproducir el tema sin fallos, nota por nota, en aquel piano moribundo.

Lo más triste es que no había entusiasmo, pasión, ni amor en aquellas unplugged sessions. Solo el obstinado sentido de la responsabilidad de una chica aplicada que abandonó sus estudios de música, y que, al mismo tiempo, quiso seguir amortizando incansablemente la inversión que, años atrás, hicieron sus padres. Casi contenía una tierna súplica que me conmovía, un “por favor, no perdáis la fe en mí”. Hay esperanza en la renuncia. Siempre.
Por mi parte, nunca supe que me molestaba más: si la invasiva y violenta sonoridad que lo anulaba todo o la traición a la delicadeza, al buen gusto, al oído, a la música. Yo entonces no lo sabía (era demasiado joven para casi todo). Pensaba que se trataría de algo temporal (los vecinos se acabaron mudando, la tortura musical cesó), pero mi vida, muchos años después, seguiría siendo exactamente igual que entonces: una continua sucesión de mala música de la que resulta imposible huir.


*

No hay comentarios:

Publicar un comentario

In cyberspace, everybody can hear you dream...

Related Posts with Thumbnails