Una
noche, mientras daba mis primeros y torpes pasos en la cocina, moví una
banqueta y, como consecuencia, la vecina del piso de abajo subió a nuestra casa
hecha un basilisco. No pudo ser un gran estruendo, mi madre no lo hubiera
tolerado, pero por alguna conjunción de factores que siempre desconoceremos, a
aquella mujer, un pequeño ruido nocturno en el piso de arriba, allí y entonces,
debió parecerle intolerable. Tal vez, incluso, llegara a insultarnos. No lo sé.
No recuerdo nada. Simplemente fui un testigo no fiable en pleno estadio
sensoriomotor. Lo que sí sé, es que mi madre nunca se lo perdonó. Desde ese
momento, aquella casi desconocida pasó a llamarse, inapelablemente, “la bruja”.
Y
se desató una guerra silenciosa entre ambas familias, una férrea y continúa lucha
de poder y delimitación del espacio vitalo-vecinal en la que ni una de nuestras
sabanas podía, siquiera, rozar su ventana en el patio en el que se tendía la
ropa (so pena de acabar hecha trizas). Por lo tanto, crecí pensando que
cualquier gesto de amabilidad o cívica cortesía hacia cualquiera de ellos,
desde dar los buenos días a sujetar la puerta del ascensor, era un acto de
traición imperdonable hacia mi propia familia. Los vecinos de abajo eran
siempre el enemigo. Los otros.
Y
siempre ocurría igual. No había un horario fijo ni rutina que pudiera darnos la
voz de alarma. Tampoco escalas ni calentamientos previos. Casi a cualquier hora
del día, la pianista comenzaba a tocar de golpe siempre la misma pieza. Aquello
era un maremagnun chirriante, un violento volcán de vibraciones para el que no
había huecos bajo las mesas, ni espacios en los marcos de las puertas en los
que protegerse. Y se equivocaba siempre, siempre,
en las mismas notas. Nunca llegó a dominar la única pieza de su repertorio (¿Por
qué nunca intentó tocar otra canción? ¿qué significado autobiográfico oculto
contendría?). Con el paso del tiempo, llegué a conocer tan bien aquella
melodía, que me autoconvencí de que yo
misma podría reproducir el tema sin fallos, nota por nota, en aquel
piano moribundo.
Lo
más triste es que no había entusiasmo, pasión, ni amor en aquellas unplugged sessions. Solo el obstinado
sentido de la responsabilidad de una chica aplicada que abandonó sus estudios
de música, y que, al mismo tiempo, quiso seguir amortizando incansablemente la
inversión que, años atrás, hicieron sus padres. Casi contenía una tierna
súplica que me conmovía, un “por favor, no
perdáis la fe en mí”. Hay esperanza en la renuncia. Siempre.
Por
mi parte, nunca supe que me molestaba más: si la invasiva y violenta sonoridad
que lo anulaba todo o la traición a la delicadeza, al buen gusto, al oído, a la
música. Yo entonces no lo sabía (era demasiado joven para casi todo). Pensaba
que se trataría de algo temporal (los vecinos se acabaron mudando, la tortura
musical cesó), pero mi vida, muchos años después, seguiría siendo exactamente
igual que entonces: una continua sucesión de mala música de la que resulta
imposible huir.
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