
1- Elsa
Elsa llega a casa a las 19:30 exactas, deja el maletín en el suelo y se apoya exhausta contra la pared de la entrada. Ha tenido que correr un poco para intentar ganar unos minutos, pero ha valido la pena. Sólo tiene media hora antes de que llegue Daniel y en ese breve espacio de tiempo, debe ducharse y arreglarse. Hoy es el día de su décimo aniversario. Comenzaron a salir en 1961 y durante la década que llevan juntos, casi siempre ha sido él quien ha propuesto planes y ha organizado cenas y viajes en las fechas señaladas. Elsa había asumido que, en su relación, él era el romántico y ella la práctico-maníaco-compulsiva que ocasionalmente se dejaba contagiar por la incertidumbre. ¿Con qué la sorprendería esta noche?
Antes de entrar en el baño, Elsa observa la extraordinaria pulcritud de su piso, siempre impecable, como si en el habitaran piezas de museo en lugar de personas. Con una sonrisa de satisfacción, imagina el estado en el que se encontraría si convivieran con una mascota. Seguramente, a esas alturas, Daniel ya se había rendido a su inquebrantable “restricción canina”. Era una pequeña contraprestación por el cúmulo de manías que ella tenía que aguantar.
Minutos después, el timbre del teléfono la sorprende en el momento de salir de la ducha. Con el tiempo justo de enrollarse una toalla alrededor el cuerpo, se dirige hacia el teléfono de la sala, maldiciendo el hecho de que aún no se hayan inventado los teléfonos sin cables. Moviéndose de puntillas, para no dejar huellas de sus pies mojados, levanta el auricular bruscamente y pregunta con irritación “¿Si?”. La voz que contesta al otro lado la perturba y complace al mismo tiempo. Es Adrian, un compañero de trabajo. ¿Por qué me llamará precisamente hoy, ahora?. Mientras él le habla de reuniones e informes, Elsa, nerviosa, reprime el impulso de sentarse en el sofá y, en su lugar, se abraza a si misma. Sus pies, aún de puntillas, se balancean de un lado al otro, tratando de desviar su atención del desastre doméstico que está a punto de avecinarse. Por alguna razón, se resiste a decirle a Adrian que su llamada no podría haber sido más inoportuna. Mira el reloj. Son las 19:45. No le va a dar tiempo.
Pero, de repente, Adrian hace un comentario ingenioso y su risa la sorprende inundando de una nueva sonoridad su sala impoluta. ¿De dónde ha salido esta extraña e irreprimible alegría? Sin darse cuenta, el auricular, en sus manos, se ha transformado en algo parecido a una isla. Debe explorarlo. Elsa observa cómo los últimos rayos de sol se cuelan por la ventana, posándose en su espalda como palomas perezosas. “Sí, ha hecho un día muy caluroso hoy, tenía ganas de quitármelo de encima”. Sonríe. Sabe que, aunque no pueda verla, él podrá leer la sonrisa en su voz. Distraídamente, se acaricia la nuca, mientras juguetea con la idea de que Adrian pueda intuir que está desnuda. Se sacude este pensamiento, con una punzada de culpabilidad, pero no del todo. Ahora él le habla de su ex novia, de incompatibilidades, de soledades. Ella le consuela. “Eres un buen partido”. Las palabras le suenan extrañamente torpes e impacientes, como un motor oxidado tratando de arrancar. Él le asegura que Daniel tiene suerte de tenerla y, en ese momento, su cuerpo tiembla tanto que se ve obligada a apoyarse contra el sofá. “Todo se va a ir al garete” piensa. Confundida, se aferra a su pelo, a sus largos rizos ya casi completamente secos. Los retuerce, como tratando de encontrar respuestas. Y entonces llega una confirmación disfrazada de silencio, como un fundido en negro antes de una película. Elsa cierra los ojos e imagina a Adrian tocando al timbre de su casa, una puerta que se abre, y después de un beso, una urgencia voraz e irreprimible. Contra la pared, de pie, medio vestidos, mientras los gritos de los niños de los vecinos amortiguan sus jadeos al cruzar el rellano...
Elsa llega a casa a las 19:30 exactas, deja el maletín en el suelo y se apoya exhausta contra la pared de la entrada. Ha tenido que correr un poco para intentar ganar unos minutos, pero ha valido la pena. Sólo tiene media hora antes de que llegue Daniel y en ese breve espacio de tiempo, debe ducharse y arreglarse. Hoy es el día de su décimo aniversario. Comenzaron a salir en 1961 y durante la década que llevan juntos, casi siempre ha sido él quien ha propuesto planes y ha organizado cenas y viajes en las fechas señaladas. Elsa había asumido que, en su relación, él era el romántico y ella la práctico-maníaco-compulsiva que ocasionalmente se dejaba contagiar por la incertidumbre. ¿Con qué la sorprendería esta noche?
Antes de entrar en el baño, Elsa observa la extraordinaria pulcritud de su piso, siempre impecable, como si en el habitaran piezas de museo en lugar de personas. Con una sonrisa de satisfacción, imagina el estado en el que se encontraría si convivieran con una mascota. Seguramente, a esas alturas, Daniel ya se había rendido a su inquebrantable “restricción canina”. Era una pequeña contraprestación por el cúmulo de manías que ella tenía que aguantar.
Minutos después, el timbre del teléfono la sorprende en el momento de salir de la ducha. Con el tiempo justo de enrollarse una toalla alrededor el cuerpo, se dirige hacia el teléfono de la sala, maldiciendo el hecho de que aún no se hayan inventado los teléfonos sin cables. Moviéndose de puntillas, para no dejar huellas de sus pies mojados, levanta el auricular bruscamente y pregunta con irritación “¿Si?”. La voz que contesta al otro lado la perturba y complace al mismo tiempo. Es Adrian, un compañero de trabajo. ¿Por qué me llamará precisamente hoy, ahora?. Mientras él le habla de reuniones e informes, Elsa, nerviosa, reprime el impulso de sentarse en el sofá y, en su lugar, se abraza a si misma. Sus pies, aún de puntillas, se balancean de un lado al otro, tratando de desviar su atención del desastre doméstico que está a punto de avecinarse. Por alguna razón, se resiste a decirle a Adrian que su llamada no podría haber sido más inoportuna. Mira el reloj. Son las 19:45. No le va a dar tiempo.
Pero, de repente, Adrian hace un comentario ingenioso y su risa la sorprende inundando de una nueva sonoridad su sala impoluta. ¿De dónde ha salido esta extraña e irreprimible alegría? Sin darse cuenta, el auricular, en sus manos, se ha transformado en algo parecido a una isla. Debe explorarlo. Elsa observa cómo los últimos rayos de sol se cuelan por la ventana, posándose en su espalda como palomas perezosas. “Sí, ha hecho un día muy caluroso hoy, tenía ganas de quitármelo de encima”. Sonríe. Sabe que, aunque no pueda verla, él podrá leer la sonrisa en su voz. Distraídamente, se acaricia la nuca, mientras juguetea con la idea de que Adrian pueda intuir que está desnuda. Se sacude este pensamiento, con una punzada de culpabilidad, pero no del todo. Ahora él le habla de su ex novia, de incompatibilidades, de soledades. Ella le consuela. “Eres un buen partido”. Las palabras le suenan extrañamente torpes e impacientes, como un motor oxidado tratando de arrancar. Él le asegura que Daniel tiene suerte de tenerla y, en ese momento, su cuerpo tiembla tanto que se ve obligada a apoyarse contra el sofá. “Todo se va a ir al garete” piensa. Confundida, se aferra a su pelo, a sus largos rizos ya casi completamente secos. Los retuerce, como tratando de encontrar respuestas. Y entonces llega una confirmación disfrazada de silencio, como un fundido en negro antes de una película. Elsa cierra los ojos e imagina a Adrian tocando al timbre de su casa, una puerta que se abre, y después de un beso, una urgencia voraz e irreprimible. Contra la pared, de pie, medio vestidos, mientras los gritos de los niños de los vecinos amortiguan sus jadeos al cruzar el rellano...
El inconfundible sonido de una llave en la cerradura la saca de su ensimismamiento. Se despide de Adrian apresuradamente, cuelga y observa azorada el enorme charco en el suelo bajo sus pies. Se toca las enrojecidas mejillas. Terror. ¿Podrá leérmelo en los ojos?. En un acto irreflexivo y desesperado, arroja la toalla sobre el charco justo en el momento en el que Daniel llega a la sala. Mientras él la observa, entre divertido, confundido y fascinado, Elsa apoya una mano en la cadera y pronuncia con voz de mujer fatal “¡Feliz aniversario, baby!”.